Las llamas de la fogata subían un poco más y su brillo rojo se mezclaba con el de las estrellas, dándole a la noche una apariencia más misteriosa, al igual que el cuento de Rosa, nacido entorno de la hoguera titulado “El ojo en la cerradura”.
Entre los esclavos vendidos en una tarde de junio, se encontraba Aamori, una mujer de origen africano, algo obesa, y con una mirada muy tranquilizadora. La compró un hacendado español y fue destinada a trabajar en labores domésticas con otros esclavos en una casona a las afueras del pueblo.
Su amo, la obligó a atender la ardua actividad de la cocina y la escogió para que fuera solo ella quien llevara a la habitación la comida de su esposa, quien nunca salía de su cuarto. La primera vez que lo hizo, entró sigilosamente para no asustar a su ama, pero la asustada fue ella, al hallar una mujer con una mantilla cubriéndole la cabeza, y un vestido suntuoso. Lo único que tenía visible eran sus manos adornadas con joyas. Las dos quedaron en silencio.
Mientras que todos los esclavos descansaban en las barracas, Aamori dormía en un cuarto contiguo a la habitación principal. En las noches, ella oía terribles gritos. Al principio tuvo temor, pero luego se dijo para sí misma: - La curiosidad mató al gato, pero también se dice que la curiosidad vence al miedo más fácilmente que al valor; así que se levantó, se agachó junto a la puerta y arrimó el ojo a la cerradura, y fue así como cada día, descubría más de lo que esperaba.
Descubrió que la mujer de la mantilla, cambiaba de emociones rápidamente y sin razón, le arrojaba cosas a su marido, le gritaba improperios y amenazas de muerte. El rostro de su amo se tornaba rojo de ira al escuchar los gritos. Nadie sabía el motivo ni el misterio de su encierro. A veces, cuando la esclava entraba al dormitorio, la oía llorar y en ocasiones sus gritos desgarradores cortaban como un cuchillo de hielo el aire silencioso del cuarto.
Una noche en que Aamori miraba por la cerradura, la pareja discutía sobre asuntos económicos, ella no quería despojarse de sus alhajas, de repente la mujer tuvo un ataque de histeria y su marido forcejeó para calmarla, la mantilla cayó y la esclava descubrió que la prenda cubría la marca de lepra del rostro de su ama. El amo perdió todo control sobre sí mismo, tomó una almohada y ahogó a su mujer. Aamori, empalideció de espanto. El patrón abrió la puerta y la esclava fue sorprendida. La agarró de un brazo y la condujo a otro cuarto, le propinó tantos azotes que la dio por muerta.
Como una parte de la casona estaba en construcción, agarró el cofre de las joyas y el cuerpo de su mujer lo condujo a una habitación a medio construir, tomó herramientas y materiales y empezó a poner piedra sobre piedra. Una sortija en forma de serpiente con dos pequeñas esmeraldas como ojos cayó del dedo de su esposa y rodó en la mezcla, el hombre volteó y se dio cuenta que no estaba muerta. Su esposa estaba muy débil para moverse y consumía su poca energía tratando de respirar, mientras que su marido la iba enterrando viva junto a las joyas de las cuales renunció a su venta para que no tuvieran sospecha de él. Al poner la última piedra alcanzó a oír que su mujer le decía: -A cada uno da Dios el castigo que merece.
Al amanecer, los esclavos llegaron a la hacienda a trabajar, pero no encontraron a su amo. Uno de los esclavos llamado Filemón, entró y empezó a buscar por cada habitación y en una de ellas encontró a la esclava Aamori, quien le contó lo sucedido. Los esclavos buscaron por todas partes el cuerpo de la mujer, pero no lo hallaron, y como tampoco encontraron a su amo, aprovecharon y huyeron, escapando hacia su libertad.
Meses después, muy lejos de allí, una tarde en que Aamori estaba en la plaza, notó que se empezaba a formar un tumulto de gente y algunos gritaban. Se acercó y distinguió a su amo tirado muerto. Unas mujeres decían ser testigos que la muerte había sido producida por la mordedura de una serpiente dorada. Aamori se retiró del tumulto y en efecto, a la distancia, observó una serpiente que reconoció de inmediato como una de las más mortíferas del sur de África, que se escondía como un rayo por un agujero.
Los campos se pusieron verdes y luego marrones. Los días se hicieron semanas; las semanas, años y los años un siglo. La naturaleza siguió su curso, hasta que un buen día, la desolada casona desapareció, tragada por el bosque y desvanecida de la memoria popular.
Los oyentes gozaron con las narraciones de Rosa y la placidez de esa noche. La madre de la cuentista llamada Hortensia, de piel morena, y cabello negro con cintas rojas entrelazadas, pidió a los presentes que no se marcharan antes de tomar un jugo de frutas. Y mientras lo servía en una bandeja, algunos observaron que tenía puesto un anillo en forma de serpiente con dos pequeñas esmeraldas como ojos. |