El atleta olímpico Germán Chiaraviglio se encontraba en su Santa Fe entrenándose como siempre y haciendo lo que más le gustaba hacer: saltar la garrocha. Mientras hacía eso, Germán se imaginaba disputando finales olímpicas y ¿por qué no? ganando alguna medalla. El atleta creía que estaba solo pero noto notó que una mujer rubia, muy bella, lo estaba observando con gran atención. Al principio se sintió intimidado por esa rubia, después le dirigió la mirada y vio que era igual a la asesinada modelo Valeria Mazza. Como dos gotas de agua, o quizás no tanto, esta era mucho más joven y también más bella. Por lo menos más joven que Valeria cuando fue asesinada. Germán notó que aquel entrenamiento, que tan bien había empezado, ahora era un fiasco total y ya no sabía que hacer.
- Ojala me tirarás la garrocha, nene, pero para mí solita – le gritó por fin la rubia.
Germán se acercó, con la garrocha en mano, algo enfurecido, y le dijo a la rubia:
- ¿Quién sos? ¿Porqué vinistes a molestarme? Estoy entrenando, necesito concentración.
- Hola Germán – dijo la rubia – no vine a molestarte, sino todo lo contrario, he venido porque te admiró, se que podes ganar la medalla dorada, nada de conformarse con un lugar en la final, o simplemente con competir, eso es para los boludos. Podes escucharme o podes seguir en la tuya.
- ¿Y acaso tenes la formula mágica? Yo me mató entrenando. Además decime quien sos.
- Mi nombre es Ravelia. Aunque todos me conocen por mi apodo, la Quesona.
- ¿Quesona? – Chiaraviglio sintió como un temblor mientras repetía el nickname de la rubia – que buen apodo, Quesona, me causa gracia, no sé – de repente, al volver a repetir aquel nickname sentía como un atractivo sexual hacia esa mujer – si no hubiera sido asesinada por Carlos Delfino, diría que sos Valeria Mazza.
- Muchos dicen lo mismo. Pero ella fue decapitada y le tiraron un Queso. Y yo soy Ravelia, la Quesona. Un coprovinciano tuyo la asesinó, je, je.
- Sí, todos admiran a Carlos Delfino por aca. Hijo dilecto de esta provincia y de esta ciudad.
- Ciudad de Quesones. Carlos Monzón, Carlos Delfino.
- ¿Pero cual es la fórmula mágica para ganar la medalla de oro?
- Si te interesa eso, lo hablaremos esta noche, te espero aca.
Ravelia le dio una tarjeta a Germán con una dirección. El atleta, bien limpito y perfumado, sabiendo que aquel día de entrenamiento estaba casi perdido, esa noche allí estaba, en aquel lugar señalado por Ravelia, una excéntrica casa con aire colonial. Germán que conocía muy bien la ciudad nunca la había visto, parecía que la habían puesto allí de repente, como surgida de la nada. La propia Ravelia fue quien recibió a Germán, no había nadie más en la casa.
- Demasiado perfumado, Germán – le dijo la Quesona – un hombre debe estar más salvaje. ¿O como pensas que competían los antiguos griegos en los Juegos Olímpicos?
- Pero ahora estamos en otro tiempo, Quesona – dijo el atleta.
- Te cuesta entender las cosas – dijo la Quesona – si te hubieran puesto Carlos serías un gran Quesón, pero bueno, te pusieron Germán, que se le va a hacer.
- ¿Y acaso todos nos vamos a llamar Carlos? Mejor que sea Germán, Carlos es un nombre de asesino, como Carlos Monzón y Carlos Delfino.
- A ver los pies Germán – le dijo la Quesona.
Con su metro 1,95 de alto, el atleta se acostó en un sofá, descalzo, y ahí la Quesona le olió los pies, tal como sospechaba, no olían a nada interesante, le empezó a hacer cosquillas, a Germán le gustó mucho, y mucho, y mucho, las cosquillas fueron muy intensas.
- Se dice que en la Grecia antigua, los que ganaban los Juegos Olímpicos eran los atletas que más cosquillas aguantaban, o sea que a resistir, Chiaraviglio, a resistir.
- Me gustaría ver esos pies tuyos, también, Quesona.
- Acá los tienes.
Ahora fue la Quesona la que puso los pies encima del rostro de Germán, que jugó mucho con aquellos bellos pies femeninos, con un olor a perfume francés, como corresponden a una dama distinguida como Ravelia, como la Quesona, de aquel juego de los pies surgió como algo natural el intenso sexo que a continuación tuvieron, Ravelia la sometió a una experiencia que dejó extenuado al atleta, un juego sexual salvaje, imposible de describir con palabras.
- Me dejaste sin fuerza pero que bien que la pasamos Quesona – le dijo Germán.
- Dicen que así la pasaban los atletas olímpicos en la Greci Antigua, ja, ja, pero los que perdían, no los que ganaban, ja, ja.
- Parece que sabes mucho de eso, Quesona.
- ¿De qué?
- De la Grecia Antigua, de los Juegos Olímpicos.
- Lo que puede saber cualquiera que busque información en Wikipedia o Google, ja, ja. Sí, se, que en un tiempo, hubo una polis griega que tan avergonzada se sintió de los atletas que la representaron, salieron últimos en cada una de las competencias, que al regresar a su patria, una dama vestal, que se decía guardiana del fuego eterno de Apolo y Diana, los espero uno a uno con un gran cuchillo en el templo y…
- ¿Un gran cuchillo?
- Sí, como este – dijo la Quesona, y le mostró un enorme cuchillo que sostenía con sus manos, envueltas en guantes blancos.
- ¿Y qué hizo?
- Los apuñaló de esta manera – y la Quesona levantó el cuchillo y se tiró encima de Germán.
Con una furia criminal imposible de parar, la asesina le clavó el cuchillo al atleta en el pecho y comenzó a apuñalarlo en forma salvaje, no fue una puñalada, fueron dos, tres, cinco, diez, veinte, cincuenta, una tras otra, con cortes en todos lados, hasta que al llegar a la puñalada número sesenta y cinco, la asesina dio por satisfecha su obra criminal.
- Queso – dijo la asesina mientras tiraba un Queso, un gigantesco Queso, sobre el cadáver de Germán Chiaraviglio.
- Por algo me llaman la asesina del deporte argentino – dijo Ravelia viéndose al espejo – y soy Ravelia, la Quesona, ¿Qué digo la Quesona?, la gran Quesona, asesina de hombres, una asesina cruel e implacable, capaz de cometer los crímenes más terribles y sangrientos.
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