Como buen aficionado al ajedrez, optó por ir al club a disfrutar una buena partida con sus amigos.
Se sorprendió al no encontrar a nadie y supuso que por ser la primera hora de la tarde aún no habían llegado los socios. Pero tampoco vio al cantinero, ni al encargado del salón. Sí, estaban las mesas con los tableros preparados, los relojes en su ubicación y sólo faltaba quien los accionara al ritmo de las jugadas.
Se sentó en un rincón a esperar. Y repentinamente, como en una película cuando cambia de secuencia, el salón cobró una inusitada actividad, así como también el bullicio pasó a ser el de siempre en agudo contraste con el silencio inmediato anterior.
A él le resultó entretenido observar desde su lugar esa actividad tan familiar; adivinar las bromas habituales de los ganadores y los descargos por la derrota hechos por sus ocasionales rivales.
Se detuvo a escudriñar los distintos tableros con sus respectivos trebejos: algunos juegos de madera, otros de plástico, aquél parecía de marfil y, como en una extraña fantasía, las piezas cobraron vida y comenzaron a moverse lentamente. No se movían sin orden ni concierto, sino que seguían las reglas del juego, respetando el turno en las jugadas. No sin sorpresa descubrió que muchas de las piezas tenían caras de gente conocida; amigos, vecinos, familiares, etc.
Temeroso de que lo vieran, se refugió en un cono de sombra que había en un rincón de la sala y desde allí con cierta ansiedad siguió el desarrollo de las partidas. Asimismo, logró ver que en algún tablero la lucha se hacía desigual, pero con esfuerzo contuvo el deseo de entrometerse, porque entendió que eso no sería justo, ya que todos habían comenzado en igualdad de condiciones y por lo tanto no sería correcto que su intervención inclinara la balanza para uno u otro lado.
Sin embargo, se sintió obligado a defender al más débil, pero no sabía si lo lograría, ya que no conocía los medios para hacerlo.
Se acercó con sigilo y así pudo observar de cerca cada una de las batallas desde una posición privilegiada, una especie de atalaya desde donde todo lo observaba y en donde los actores quedaban al alcance de su mano y de su voluntad. Así pudo ver: jugadas ingenuas, sacrificios, generosidad, altruismo, pero también celadas infames y el uso descarnado de la fuerza bruta, sin ninguna concesión.
No lo había notado en primera instancia, pero al acercarse a una de las mesas observó, no sin un sobresalto, que algunas de las figuras adoptaban actitudes que coincidían en un todo con la idea que tenía de ellas. Así pudo ver que una dama, se escondía tras otra pieza para descargar un golpe artero sobre quien no esperaba tal proceder y advirtió que el destinatario de la maniobra sería una víctima segura por lo que decidió actuar con presteza.
No sabía cómo hacerlo, pero su imaginación ideó algo: intentaría manejar el tiempo, ralentizarlo, pero sólo para uno de los jugadores, de manera que, quien estaba por soportar la descarga de la traición podía preverla ya que tendría más tiempo para analizar. Y así lo hizo. No obstante, sus buenas intenciones, este recurso no surtió efecto y la jugada parecía que se consumaba.
Intentó un recurso desesperado, apeló a un enorme reloj suspendido en el aire, y con sumo cuidado lo atrasó lo suficiente para que la partida volviera a comenzar.
Aquella dama volvió a lucir en todo su esplendor, su aspecto era afable, sereno, su mirada irradiaba dulzura, su actitud cordial, amigable, infundía confianza, respeto, admiración. Por eso fue que, reiniciada la partida, la misma derivó por similares cauces, y la posición se repitió exactamente igual que antes, sin variantes.
Aún con más tiempo para pensar, el otro participante no vio o no quiso ver la celada que se preparaba. Y sucumbió consciente de lo que le aguardaba, porque creyó mucho más digno aceptar su destino final en la esperanza de que un cambio fortuito de último momento aconteciera, que intentar una variante defensiva que por el sólo hecho de practicarla habría significado desconfiar de aquélla hermosa dama de los comienzos.
El salón volvió a mostrar como al principio sus tableros silenciosos, las piezas ubicadas en su posición inicial y los relojes detenidos esperando la mano que los golpee al compás de las jugadas.
Alguien entró al salón y se sorprendió al ver que aún no había llegado nadie.
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