Rosa era una cuentista nata, sabía imaginar situaciones una tras otra, una narradora de cuentos capaz de divertir, emocionar y conmover a pequeños y grandes. El público reunido escuchó muy atento el relato titulado “La casa del bosque”.
Hace mucho tiempo, existió un aldeano llamado Braulio Sierra, cuyo nombre sería heredado en su familia por las generaciones futuras. Vivía en las afueras del pueblo con su esposa, cerca al bosque. Vestía con un sombrero de paja que utilizaba para protegerse del sol en su trabajo de recolección de algodón. Usaba alpargatas y pantalón sostenido por una cuerda como cinturón.
En una ocasión, la mujer de Braulio, quien preparaba alimentos para la cuadrilla de trabajadores, se le agotó la leña. Braulio fue en busca de más provisiones. La llovizna de la noche anterior lo había empapado todo, así que la leña seca no fue fácil de conseguir; por eso, Braulio tuvo que internarse en el bosque. Caminó tanto mirando al suelo recogiendo leños, que se sintió perdido.
El bosque era espeso, la luz escasa y las copas de los árboles se juntaban en la altura. Braulio Sierra, caminó por un sendero improvisado inventado por el afilado cuchillo grande que llevaba. De pronto, en la distancia avizoró una casa en medio de aquel follaje. A medida que se acercaba, el misterio aumentaba, no era una casa común sino una morada en ruinas, deshabitada y misteriosa.
Empujó la puerta, esta crujió y se abrió suavemente, proyectando una difusa luz en el interior de una pequeña y agobiante habitación. Las maderas rugían de dolor cuando pisaba en ellas. Braulio examinó la vivienda y en una de las paredes apareció una luz de visos amarillos y verdes que cegaba por momentos. Braulio había escuchado que esa clase de luces era señal de lo que llamaban guacas, tesoros arqueológicos enterrados en las paredes.
Cayó en cuenta que necesitaría una herramienta para excavar, entonces sacó algodón de su bolsillo y empezó a dejar pequeñas motas entre las ramas marcando el camino. Llegó a su vivienda cuya techumbre era de ramas, agarró una pica y volvió hacia la misteriosa casa.
Braulio, de 44 años, analfabeta, de brazos gruesos y vocabulario limitado, clavó las uñas en las raíces del hueco por donde la pica se abrió paso. En un principio agarró sólo arena entre los dedos hasta que el hombre palpó un objeto circular. Se trataba de un anillo de oro en forma de serpiente con dos pequeñas esmeraldas como ojos. Braulio quedó atolondrado por segundos, y dijo: - No es oro todo lo que reluce. Así que tomó el aro y lo mordió fuertemente para asegurarse, luego lo guardó en el bolsillo del pantalón.
Volvió a tomar la pica y dio otro golpe con ella, pero esta vez, toda la pared se desmoronó. Una nube de polvo llenó el interior de la casa, y no dejó ver nada. Tan solo una luz tenue resplandeció. Braulio se apresuró en ir por ella, y en efecto, percibió que eran más alhajas, tomo un puñado que se había regado en el piso y las guardó. Cuando se terminó por desvanecerse el polvo, observó un cofre con joyas, sostenido en las manos momificadas de un ser sentado con traje de mujer del siglo anterior.
Corrió espantado de allí hacia la aldea. Cuando llegó a su casa empezó a tartamudear mientras sudaba copiosamente. Al calmarse, les contó a su mujer y a sus amigos lo sucedido. Algunos aseguraron que era una historia inverosímil, y otros expresaron que yerra, y no poco, el que discute con un loco. Unos tentados por el relato del oro, fueron en busca de la casa del bosque, pero nunca se supo de alguien que hubiera encontrado aquella vivienda, esta seguiría en el corazón del bosque. La única evidencia de la leyenda de Braulio, era el puñado de joyas que obtuvo y que sería conservado por sus descendientes. Un bosque siempre tendrá algo místico, y cada casa siempre tendrá algo que contar.
Magnolia, la hermana de Rosa, preguntó por el origen de la momia encontrada por Braulio, a lo que Rosa contestó que eso era otro cuento y todos escucharon muy atentos el relato.
Continuará. |