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Nadie sabe lo que es verdad o mentira, hasta que se encuentra con una respuesta que puede ser falsa o verdadera. Creer en algo y tener confianza ciega en que ha de realizarse, es tener fe. La fe mueve montañas, reza el refrán; para demostrarla se requiere mucha disciplina. El hombre que asistía todos los domingos a escuchar misa en la Villa de Guadalupe, tenía ambas cosas: fe y una disciplina férrea, tenaz, inamovible. Había sido educado por sus padres en la existencia y el amor del Dios cristiano, era tal la confianza que tenía en sus bondades, que de las múltiples lecturas e interpretaciones que había extraído de la Biblia, siempre le había asombrado el pasaje de la resurrección de Jesús al tercer día de su muerte. Con la convicción de que los hombres estamos hechos a imagen y semejanza del Creador, dedujo que si Jesús había resucitado de entre los muertos, cuando él muriera, también resucitaría al tercer día. Lo anterior era una convicción que nadie podría quitarle, porque sabía que quien tiene verdadera fe, recibe su recompensa.

Desde aquel día en que tuvo la certeza de que así habría de suceder, el hombre se dedicó a reforzar sus creencias: realizó peregrinaciones a infinidad de santuarios; asistía diariamente a rezar el santo rosario y a escuchar misa; como no le gustaba el excesivo ruido, eliminó de su casa la radio y el televisor; leyó infinidad de textos religiosos además de la Biblia y, por supuesto, ahondó en la vida de Jesús, sobre todo en las enseñanzas de los evangelios; intuía que todo aquello, al final, tendría su natural consecuencia: la vida eterna, no sólo de palabra sino de hecho. En su fanatismo por esta idea de la resurrección de la carne, concluyó que si la fe era verdadera fe, no sólo se libraría de la muerte, sino de posibles muertes sucesivas, porque si moría más de una vez, continuaría resucitando. Con esta idea su alma se tranquilizó, empezando su corazón a albergar verdadero amor por el prójimo.
El hombre nunca había sido un santo, sino un hombre como cualquier otro: con errores, defectos, manías y virtudes, con ganas de tener una mujer bonita en su cama que le entibiara las noches. Con todo, al que quisiera escucharlo le comunicaba su fe en la resurrección, le endilgaba sus propias ideas concebidas al respecto, y los animaba para que cuando el momento crucial les llegara, su regreso de entre los muertos no tuviera ningún contratiempo. De entrada, para sí mismo, indicó que si moría, no debían practicarle la autopsia. Después, por ningún motivo le enterrarían hasta pasados cuatro días. Si el tiempo se excedía y hubiera que sepultarlo, junto a su cuerpo le pondrían una mascarilla con un tanque de oxígeno para evitar una posible asfixia, si por casualidad llegaba a despertar dentro del ataúd. Tomó éstas e infinidad más de pequeñas precauciones; pero el destino no cumple antojos ni se fija en todas esas minucias que nos proponemos.

El día menos pensado, el hombre salió a la calle para asistir a misa, como lo hacía cotidianamente; había oscurecido y caminaba distraído; al cruzar una esquina, de algún sitio apareció un auto negro hecho una exhalación, lo arrolló sin más, lanzándolo varios metros más allá, quedando en el pavimento convertido en un muñeco desmadejado, roto, con múltiples fracturas y la cabeza abierta. Una ambulancia lo recogió sin vida minutos más tarde, llevándolo al forense para practicarle la autopsia de rigor. Un primo cercano que se enteró pronto de lo sucedido, logró evitar mediante una cantidad generosa de dinero, que lo abrieran como marrano y lo destriparan sin piedad. El primo del hombre estaba dispuesto a cumplir las indicaciones del muerto al pie de la letra, por si acaso la fe del hombre lo pudiera resucitar.

Pasaron cuatro días sin haber cambio alguno. El hombre seguía tan muerto como al principio. Como el cuerpo no se descomponía, perduraba la esperanza de que el milagro sucediera. Al guiñapo que era el hombre, lo mantenían sobre una cama limpia, tapado con una sábana blanca hasta el rostro, para no ver el espectáculo horrible que representaba. El primo del hombre, finalmente, decidió enterrarlo. Dispuso junto al cuerpo la mascarilla y el tanque de oxígeno como había sido la voluntad del muerto.

El hombre llevaba enterrado tres días cuando resucitó. La vida empezó a bullir en aquel cuerpo inútil, desecho, con la cabeza semi destrozada, no podía hacer movimiento alguno y quizás ni siquiera coordinar pensamientos. El hombre estaba vivo y ahí se quedaría para morir nuevamente cuando la falta de aire dentro del ataúd terminara asfixiándolo. Pasados tres días, o siete como esta primera vez, volvería a resucitar, para consumar cíclicamente su acto de fe: tener vida eterna y muertes infinitas.

Texto agregado el 14-08-2020, y leído por 147 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
08-09-2020 Terrible godiva
03-09-2020 Qué cuento, muy significativo la vida y la muerte juntas.***** Abrazo Lagunita
30-08-2020 Mas alla de la fe que es importante y podriamos estar hablando un largo rato, tendria que haber pedido que lo enterraran con un celular para avisar que habia resucitado, y el oxigeno tambien por supuesto. Me encanto, para reflexionar. jaeltete
17-08-2020 Gran cuento, para reflexionar sobre la fe. alberramira
15-08-2020 Impresionante tu cuento, amigo querido. Muy impresionante. La fe se me ocurre que debería haberla buscado para cosas más interesantes, el tema de prolongar la vida jamás me agradó. Un beso grandote. MujerDiosa
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