La gente iba de acá para allá cobijada bajo sus paraguas, sin rumbo, algunos cabizbajos, otros indiferentes. Las gotas de lluvia se estrellaban contra los paraguas y resbalaban por las telas silenciosas. Varias mujeres revisaban las cenizas y los escombros dejados por el incendio producto de un objeto de forma rocosa que atravesó a gran velocidad el techo de la capilla. Una de ellas era Inés, quien se inclinó a mover un madero y su cristo de acero quedó muy tenso en un ángulo respecto a su cuello, así que, alarmada por el hallazgo, dio un grito al encontrar una piedra ferrosa parecida al tamaño y forma de una calavera humana, que además, era muy sensible a la atracción magnética.

La gente empezó a comentar el extraño suceso, todos hablaban al mismo tiempo, sólo se oía una barahúnda. La alcaldesa pegó un grito estridente para que callaran. No hubo más remedio que taparse los oídos hasta que el grito terminó. La mujer con gran autoridad tomó la piedra y la envolvió en una tela gruesa y se la llevó a su casa. En el sótano, en una caja de cristal, la gente podía observar la piedra ferrosa a cambio de dinero. Un día, la alcaldesa se despertó asustada, oyó unos sonidos agudos parecidos a campanilleos que llenaron su morada, fue al sótano donde los sonidos eran más fuertes y descubrió dos círculos de luz difusa que circundaron por varios minutos en torno a la piedra, luego desaparecieron.

El fenómeno no fue comentado para no alterar a la población. El día en que se inauguró la construcción de la capilla y las dos casas que se habían incinerado, sucedió algo desconcertó a todos. Los pobladores que estaban acoplados para la celebración, con las botellas de vino en la mano, y los adornos de fiesta; no pudieron emitir alegría alguna. Cuando fueron a sus casas, se dieron cuenta que se les dificultaba expresar sus emociones o hablar de los problemas que les aquejaban, tenían una grave dificultad para traducir las emociones y los sentimientos en palabras. No encontraron matices para expresar otras sensaciones más allá del bien o el mal.

Al no poder exteriorizar las emociones, algunos lo somatizaron en alguna dolencia como fuertes dolores de cabeza, tic en párpados o cualquier otro malestar. Los que por algún menester de la vida tenían que ir a ese pueblo, les ocurría lo mismo. Bastaba con mirar cada rostro para adivinar que los pensamientos volaban en distintos cielos, todos viviendo en el mismo mundo, pero a la vez en su paraíso o su infierno particular. Pensamientos que latían en un silencio, cada uno, ahogado en su propio vaso de vino.

Ásael, el joven que para todos tenía el don de la sabiduría, después de meditar mucho tiempo, propuso que el origen de aquel mal, había sido por culpa de la piedra negra y el único remedio habría sido alejarlo del pueblo, así que decidieron donarlo y de esa forma estaría exhibida durante décadas en el Museo de la capital como patrimonio cultural; un lugar donde no se hacía necesario las opiniones o juicios, donde el silencio es un maduro gajo de fragantes nostalgias, donde cada uno se deja llevar por los ruidos del mundo y cada cual escucha lo más profundo de su corazón.