En estos días en que el heroísmo relumbra por doquier, ya sea en las salas de emergencia de los hospitales en donde los funcionarios redoblan sus esfuerzos, en muchas ocasiones luchando con la precariedad de los recursos disponibles y en otros ámbitos, una multiplicidad de seres realizan labores con el peligro del contagio mordiéndoles el aura, me permito recordar una situación que no se compara en nada con lo ya mencionado, pero la luminosidad de una lejana inmolación todavía relumbra en mi recuerdo y en mi íntima vergüenza.
Una tarde de un mes nebuloso de los lejanos años 60´ en una sala del liceo Darío Salas se produjo una tremolina impulsada por los más revoltosos del curso. Era la época de las pizarras negras, aquellas en que redactábamos las lecciones escribiéndolas en lo que ahora se me figura el negativo sobre el fúnebre y rectangular fondo, comparado con las albas pizarras y plumones de hoy. Tizazos y almohadillazos, arrojados a mansalva, hacían blanco en las testas de los inadvertidos, quienes de inmediato y casi en un acto reflejo, regresaban el objeto hacia el lugar donde más abundaban las carcajadas. La baraúnda era total e incluso yo, que era un ser demasiado retraído, reía con las ocurrencias. Es sabido que cuando el ambiente se caldea, los más imaginativos aumentan la apuesta. Pues bien, esta vez fue el banco de la profesora, que dictaría la clase de castellano en la segunda hora. Era una mujer joven, de gran simpatía y que tenía el talento de brindarnos clases muy entretenidas. Quizás ese fue el punto que se sopesó para que los badulaques mojaran su escritorio y transformarlo después en un amasijo blanquecino por el efecto de la tiza molida.
Pero el asunto no se detuvo allí. El desorden contagió hasta a los más reservados y hasta se produjeron conatos de pugilato entre algunos y persecuciones de otros saltando de banco en banco. La histeria era total y en ese estado que trascendía con creces la relativa normalidad de las demás jornadas, el reloj pasó al olvido.
Aún no se acallaba el vocerío cuando la profesora ingresó a la sala. Su aparición y el abrumador vacío que provocó nuestro silencio fueron simultáneos. Dio unos breves pasos mientras contemplaba los estragos de la escena. No puedo imaginar cuál fue su desconcierto, pero su mirada se entenebreció en un gesto hasta entonces desconocido para nosotros. Y de lo tenebroso, su entrecejo se frunció denotando una furia que nos provocó escalofríos. Entonces su voz adquirió un acento fraguado con el más duro de los aceros y sus palabras parecieron quedar esculpidas en el aire:
-¿Quién fue?
Era indudable que buscaba al cerebro de todo ese desbarajuste. Pero sabíamos en nuestra repentina mudez que todos, en mayor o menor medida, habíamos sido partícipes de tan repudiable acción y el silencio nos colocaba en situación de hermanable igualdad.
-¿Quién fue?- repitió la profesora y su voz ahora fue un latigazo que nos rozó algún lugar impreciso de nuestro ser. Pero proseguimos, cada uno contrito en su banco, viviendo ese capítulo extremo sin saber cómo se resolvería.
-¡Lo preguntaré por última vez! ¿Quién fue?
Y cuando imaginábamos que el silencio sería una vez más la bastarda respuesta, una compañera de la cual ya ni recuerdo su nombre, se levantó movida quizás por qué resorte y su pequeña estampa fulguró en medio de nuestra incertidumbre.
-¡Yo fui!- respondió con voz clara y sin titubeos.
La profesora la miró perpleja ya que le parecía obvio que aquí se producía una inmolación. La mudez, la vergüenza, la desorientación, todo ello revuelto en la conciencia de los que permanecimos en nuestros puestos, se transformó en un bicho vivo que nos remordía por dentro. Allí conocimos, o quizás la patentamos, esa actitud que algunos llaman heroísmo. Porque no nos cupo la menor duda que esa misma sensación que nos devoraba, fue la que impulsó a la chica aquella a enfrentar la situación con valentía.
Y mientras nos consumíamos en esa tarde ambivalente, contemplamos con ojos de quiltro asustado como la profesora acompañaba a la alumna a la dirección mientras nos asestaba otra puñalada:
-¡Cobardes! ¡Ninguno de ustedes se atrevió a dar la cara! ¡Aprendan de su compañera, que no titubeó en culparse por algo que estoy segura que no cometió!
Mientras la puerta se las tragaba, un negro y lúgubre pájaro revoloteó por la sala y por sobre nuestras conciencias.
Aún hoy siento vergüenza.
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