No quiero yo deberle nada a la poesía,
ni cobrarle a ella una continua presencia,
una cuenta que se mida en vasta producción,
forzada literatura por una indeseada deuda
que me exige que pague todas las letras.
Quiero un arte sereno que fluya sin metas,
libre de cualquier otra exigencia, abierto,
solo proclama de mi particular exégesis,
un mundo filtrado a través de mis sentidos
que se presenta franco, sin hora marcada.
Quiero sí el cristal traslúcido y luminoso,
que todas mis otras lecturas se revelen,
las sombras y las luces, los silencios y los gritos,
legado de todas esas otras letras impregnadas,
el sedimento fecundo para un particular sentir.
Quiero ser la obra de mí mismo, sin otra prisa
que, ante el despertar lírico de una idea latente,
vivir la libre epifanía en una mirada febril,
que incite el solaz retrato de mi propio mundo,
un universo personal, un pensamiento universal.
Ni quiero alcanzarla ni ansiar su pronta llegada,
solo quiero estar preparado cuando aparezca,
munido de un mundo de epítetos, antítesis y símiles,
una retórica gentil elocuente y un afectuoso abrazo
que sepa traducir la poesía y le convierta en poema.
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