Paseo matinal
Camino por el frío y flagelante pasto de la mañana, el aroma del rocío matinal me adormece, recordando tu sombra azul que tanto amo, que tanto admiro y tanto me llena de felicidad encontrarme con ella en medio de la profunda oscuridad que me acecha día con día, sin tener fin en lo absoluto. Ya no me importa. He aprendido a vivir con ella, convirtiéndola de mi peor miedo a mi mejor amiga. Converso, juego con ella. De odio a amor. Definitivamenete son lo mismo estos dos sentimientos. Ambos causan demencia temporal, ambos nos ciegan, ambos nos tratan sin piedad, hiriéndonos, azontándonos, bañándonos en aguas perfumadas con lociones aceitosas romanas, que momentos después son intercambiadas con ácido sulfúrico en su estado puro, desgarrándonos el alma, si es que en serio poseemos una, dejando casi siempre sin rasguño alguno nuestra fachada exterior, pero en ocaciones, demacrándola hasta casi llegar a la muerte física, a la muerte corporal a la que tanto tememos los humanos desde el principio de los días con sol y las noches con luna. Desde aquellos días en los que las sagradas nubes ocuparon su lugar majestuoso, siendo las únicas capaces de osar tapar la luz del dios sol, e incluso de su amada, la diosa luna. Dejándonos en penumbra parcial pero total a la humanidad. Es a ésta penumbra a la única a quién le he confiado mi más profundos secretos, mis más dulces sentimientos hacia tu sombra, hacia la luz que irradias y nunca dejarás de irradiar. Muchos poseen ese tenue reflejo que mis ojos alcanzan a apreciar, pero el tuyo es el más resplandeciente entre ellos. El único que acelera los latidos de mi no ciego corazón, ojalá pudiera adjetivar a mis ojos del mismo modo, pero aquel accidente me impide hacerlo. Repito, ya no me aflijo. Pero soy una masoquista. Me gusta recordarme de vez en cuando lo hermosas que eran las flores en el prado en el que vivíamos mi papá, Fernando y yo. La belleza que irradiaba la blanca tez de mi madre en aquellos días en los que su cuerpo aún descansaba por encima del césped que ahora corta tiernamente mis desnudos pies, que se humedecen con esa lágrima que rodó por mi mejilla una fracción de segundo atrás.
No veo, pero se que está ahí. Tambien desde hace rato sentí que Fernando seguía mis pasos, pero es su juego predilecto asustarme de cuando en cuando, así que prefiero no desanimarlo y pretender estar sorprendida cuando grite a quince centímentros de mi oído y golpeé suavemenete mis hombros. Pero él no es la causa de mi lágrima. Ni tampoco el largo período que tengo si ver esa hermosa sombra de luz azul. La extraño, cierto, pero no es la causa de mi lágrima.
El prisma rectangular lúgubre que está a tan solo un metro de mis cansados pies es el que, con su pequeñísimos brazos invisibles que recorren todo mi cuerpo fríamente, arrastrándose serpenteantes por mi piel, metiéndose entre mis ropas y atravesando mis párpados perpetuamente cerrados, para jalar lenta y dolorosamente una lágrima de mis obsoletos ojos. Estos ojos que sin ver leen las sucias letras de la pequeña loza que yace en la hierba triste, que lamenta su destino de resguardar el alma enterrada de un bello ser. La suciedad no es suficiente para tapar los caractéres que escriben su nombre, el año en que nació y el oscuro y melacólico año en el que renació mi madre.
Siempre me consideré una buena hija y buena hermana. Siempre auxiliando a Fernando con sus actividades elementales, yo nunca supe que fuera distinto de los demás niños, simplemnete pensaba que los otros hablaban muy rápido, que el hecho de que tuviera que ayudarle a vestirse y a abrocharle las agujetas de sus zapatos era más que común a sus ocho o nueve años. Ayudaba a mis padres en lo que podía, en especial a mi mamá en sus últimas semanas, ya que su debilidad le forzaba a caminar casi arrastrando los pies, en esas pocas semanas su cabello su blanqueo más de lo que en toda su vida lo había hecho, arrugas brotaron a diestra y siniestra en su dulce cara, envejeciendo más años en esos días que los que físicamente tenía. Llegando a una demacración tal, que el sólo convivir a diario con ella borró de mi mente el miedo a los fantasmas. No había fantasma más bello que mi madre. Ese fantasma que en este momento me asecha. Ese fantasma que acaba de salir de la loza sucia y enmohecida y ronda mi ser.
Oigo los pasos "torpes", como acostumbran llamarlos los vecinos, de Fernando acercarse por mi espalda, seco mi lágrima para no asustarlo. La última vez que me vió llorar él continuó mi dolor por cinco días y catorce horas. Cinco días y catorce horas de sentirme como una basura, no soporto verlo sufrir, verlo triste. La tristeza no es parte de su esencia. Es raro cuando no se le ve con una sonrisa de oreja a oreja, ó con su carcajada tan peculiar que tanto me encanta. Muchas veces su misma naturaleza feliz le ha causado pleitos, golpes y sangre con sus compañeros de juego del pueblo, ya que no está en los genes de esos niños el conocer algo distinto. Siendo lo distinto malo por definición, no sólo para ellos, sino para toda la sociedad en la que vivimos Fernando, mi papá y yo. Me toca el hombro y hace ese sonido fuerte que había predicho. Finjo asombro. Él ríe, me abraza... no sabe frente a qué es que nos encontramos, él era muy pequeño cuando mamá murió. Ni siquiera sé si aún recuerde que en algún momento tuvo una madre que lo mimaba como a ningún otro niño en la faz de la Tierra.
Me abraza. Jala de mi brazo. Caminamos rumbo a casa... nada especial, le pregunto a Fernando sobre su día, si había hecho algo en especial, a lo que él, entusiasmado, comienza a contarme largas anécdotas de sus amigos, llevándome del brazo como siempre acostumbra. Pero yo no lo escucho.
Diviso a lo lejos una mancha azulada. Sé perfectamente de qué se trata. Cristian se acercaba a nosotros. Fernando corre y lo abraza, es lo que me encanta de mi hermano, a sus casi veinte años sigue siendo como un niño juguetón. No lo cambiaría por nada del mundo. Oigo que a lo lejos juguetean y charlan. Cristian debe haberle traído un regalo, como de costumbre. Les sonrío muy forzadamente, mientras volteo ingenuamente hacia atrás, para despedirme, con una mirada ciega, del fantasma que me acompañaba hace tan solo unos segundos atrás, mientras lo veo entrar de nuevo a su eterna catacumba de soledad y frío.
Cristian me pide hablar a solas conmigo. Parece que su regalo del día de hoy era una no tan pequeña navaja. Fernando ama los objetos filosos, ya que es una asérrimo amante de la naturaleza. Puede pasar días y noches consecutivas sólo cortando hojas de los gigantes de esmeralda, recolectando flores por los prados en los que corríamos durante nuestra niñez. Aunque muchos lo consideraban "torpe" , es sorprendentemente diestro en el manejo de objetos como los cuchillos y navajas. Así pues, Fernando corrió hacia el prado a jugar a ser biólogo de nuevo.
Cristian me dirige unas cuantas docenas de hermosas palabras. Se hinca frente a mí a pedir mi mano... yo, por supuesto, se la otorgo con lágrimas en los ojos. Se levanta y nos unimos en un profundo abrazo. No creo poderme sentir más feliz. Sus brazos dejan de presionar mi espalda mientras siento su delgada complexión perder el equilibrio. Un ruido extraño sale de su boca junto a un líquido tibio que escurre por mi hombro derecho. Siento otro líquido de semejante consistencia y temperatura salir de mi vientre. Hasta ese momento me doy cuenta del frío filo que ha penetrado mi abdómen. Cristian se desploma completamente en mis brazos, a duras penas puedo mantenerlo erguido. La fría punta sale de mi carne. Agacho mi mirada y aunque siento su cuerpo, su carne, su calidez entre mis brazos, ya no veo aquella bella sombra azul. Comprendiendo lo sucedido, y sintiendo que mi vida está extinguiéndose también, llevo a cabo mi último acto: Volteo mi cabeza ligeramente hacia atrás y le pido al fantasma reposado que por favor perdone su recelo y locura... yo ya lo había hecho.
-SACC
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