La visita al pueblo de río y campestre por parte del anciano Consejero Oficial y el joven Príncipe, había inquietado a los impresionados y murmurantes campesinos. Después de todo, el consejero había ordenado la construcción del molino en esos terrenos junto al río.
Nada hacía presagiar que justo en esos instantes un gran sismo se hizo percibir. Más arriba en las colinas, había una gran fuente que albergaba agua para los regadíos, que el sismo en su potencial había fragmentado.
Los habitantes del pueblo rural, asustados, alertaron a gritos a los que se ubicaban junto al rió y el molino, entre ellos los dos nobles visitantes. Era indudable que vendría un aluvión.
El Consejero Oficial, abriendo sus ojos trastornados, detuvo al huyente Príncipe y le dijo sumamente preocupado:
—¡Extiende tus brazos, hijo! ¡Así como yo! —y dejó las manos abiertas, imaginando energías místicas en su locura casi quijotesca—. ¡Que no se destruya el molino, que no se destruya el molino, QUE NO SE DESTRUYA EL MOLINO!
Con un incipiente temor, el joven príncipe lo imitó, deseando que no se provocara más destrucción.
***
Pasado un tiempo, ya relajados, se acercaron junto algunos campesinos a investigar el invaluable molino, la fachada que daba al río.
Todos se sorprendieron al descubrir un magnífico muro de ramas y barro rodeando toda la construcción y formado mágicamente por la fuerza de la corriente.
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