Así como la ciencia siempre se atiene a sus rigurosos códigos y los cuantifica en cifras y definiciones exactas, los amantes del arte se internan por laberintos sinuosos tratando de darle un significado distinto al ya establecido.
Ejemplificando, las lágrimas, asegura esta doña, es un líquido producido por el proceso corporal de la lagrimación para limpiar y lubricar el ojo. En ninguna parte prende ni siquiera con precarios alfileres algo que las defina de manera suplementaria, que es acaso el reflejo espontáneo de la emoción, ¿quizás el goteo del alma? ¿o tal vez sea el llanto de la especie, soterrada en múltiples generaciones, arcanas manifestaciones goteando desde los siglos? Entiendo, la ciencia es la ciencia y la imprecisión no cabe en sus axiomas. Y de lo impreciso, velado, nebuloso, de allí se nutren quienes gustan de desvestir lo rotundo y deslucir sus facciones perfectas para imaginar hipotéticos universos emanados de su arquitectura, descubrir el color, la nota, el acento distinto, esquivar el vaivén eterno y aplomado de la ciencia, en resumen, navegar con la curiosidad a cuestas y acaso hermanarse en algún punto con su estrictez, como lo hicieron algunos, creando mundos que después esta señora ciencia corroboró, léase Julio Verne.
No debiera preocuparles a quienes escriben con el desenfado del que no tiene que rendirle cuentas a nadie, porque en cada palabra y en cada una de sus frases está el germen de la intuición abriendo paso a paso huellas en el sembradío sin otro ánimo que ilusionarse con una soñada cosecha que quizás puede ser solo el retintín de sus propias palabras. Y aun aquello es valedero si se puso el corazón como aval de todo ese quehacer.
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