Busqué en internet todos los herejes que habían sido a ver si se me parecían. O era que la chica hablaba por hablar. Y, efectivamente, la herejía es cosa genética al igual que la ortodoxia. Somos víctimas del cromosoma- me dije cuando descubrí mi parecido con los apóstatas que habían sido.
Estaba ya esperando la orden de excomunión cuando tocaron al timbre. Abrí y eran los testigos de Jehova. Esto ya era demasiado para un ciudadano corriente.
A todo esto, treinta y cinco grados a la sombra.
Cuando me empezaron a hablar del infierno- pues les hice pasar- no pude evitar que me recorriera a lo largo del espinazo un escalofrío.
Al día siguiente fui a hablar con el cura de la parroquia, y me dijo que no me preocupara; que eran los hechos y no las apariencias las que conducían a una morada u otra. Cuando le expliqué el caso tampoco reparó en el hecho en demasía.
Que algo se dejaba traslucir en mi mirada pero que no era relevante a los efectos de determinar el alojamiento ultraterreno definitivo. Yo estaba preocupado, pues cuarenta y dos grados que daba el panel junto a la hora aquel mismo día ya me parecían demasiado tipo parrilla.
Dejé de frecuentar a la chica por ver también si no era una apreciación errónea de ella, o incluso una manía.
Ya lo había olvidado prácticamente cuando me presenté a un casting para hacer un personaje de relleno pero con frase.
- A ver, el de cara de hereje, contratado- dijo la encargada de reparto de aquel día.