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Tía Anita llegó muy temprano, compró el boleto y se quedó sentada en la estación del tren. El suelo se empezó a llenar de pisadas, pañuelos, cáscaras de pipas, equipajes, regalos, recuerdos, esperanzas, risas, ilusiones, sueños de holas y adioses, de abrazos de bienvenida y de lágrimas de despedidas. Algunas hojas de periódico revoloteaban llevándose tiempo de espera, tiempo de lectura y tiempo perdido.

Ana Abigail Eugenia, llamada por todos en el pueblo como la Tía Anita, se caracterizaba por ser una mujer muy generosa, que regalaba dulces a los niños, además, gozaba de un carácter envidiable, siempre con una sonrisa a flor de piel. Se destacaba por tener su cabello siempre bien arreglado, usaba una redecilla que le daba un toque de elegancia, con un buen gusto al vestir ya que lo hacía acorde a su edad y a la ocasión, sin ostentación. Una vez al año, viajaba haciendo un largo recorrido para llegar a la ciudad de la santa patrona del país y así darle gracias por las bendiciones recibidas. Por primera vez, su esposo Rubén no la acompaño, se quedó en el almacén del pueblo, con sus enormes recipientes en los que se almacenaban legumbres, granos y azúcar, vendiendo todo a granel, según las necesidades de cada cliente.

Una mujer con un bebé atado a su espalda y con una caja de cartón como equipaje, se sentó junto a ella a esperar. Vestía con un traje de color opaco, de chaqueta plana y simple. El rostro era pálido y delgado, de mirada intensa y penetrante, con una expresión melancólica. El recién nacido no paraba de llorar. Tía Anita observó a la criatura con sus ojos azules y este empezó a reír. Ambas se miraron y se contemplaron con una sonrisa sincera y profunda. La joven pidió el favor a la mujer acabada de ver, que le sostuviera por un momento el bebé mientras se dirigía al baño, así que tía Anita aceptó con complacencia. La joven sin nombre, se perdió entre el vapor de las locomotoras de la estación.

El tren a abordar había llegado, se escuchó la llamada del guarda. Tía Anita se dirigió donde el hombre que recogía los boletos y le pidió el favor que la esperara un momento, así que fue rumbo al baño y no encontró a nadie. Buscó e interrogó entre la muchedumbre dando la descripción de la mujer, pero nadie supo de ella. El maquinista accionó el silbato, y la locomotora empezó a moverse. Tía Anita, dio aviso a las autoridades, se quedó en la capital, regresó tres días seguidos a la misma hora en la estación con el anhelo de ver a la madre, pero fue en vano.

Tía Anita nunca tuvo hijos, había perdido toda ilusión, pero cuando se piensa que no hay esperanzas, un rayito de luz viene y nunca se sabe de dónde, porque esta prospera aún bajo las condiciones más inadecuadas. Ahora sería su hija adoptada, nacida del corazón, un nuevo comienzo.

Tomó el tren, hizo una travesía en una embarcación de remo muy estrecha, luego en un viejo camión, después sentada en la parrilla de una bicicleta de montaña, y por último en un autobús de colores. Cuando llegó al pueblo la recibieron los niños efusivamente y recibieron monedas de chocolates. En casa los esposos miraron el santoral del día en que se encontró al bebé y la bautizaron con el nombre de Lourdes, sin saber que esa era el nombre con que su verdadera madre le había asignado al nacer.

Texto agregado el 05-08-2020, y leído por 105 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
05-08-2020 Como de costumbre, una narración impecable, bien equilibrada. Y como siempre, con un final no de cuento, de un relato sospechado sobre algo verídico, y cuando se puede, una moraleja. Qué más ...felicitaciones ***** hgiordan
05-08-2020 La narrativo tiene lo suyo. Me gusta lo que tratas de plasmar en la historia y el mensaje, de algún modo, sale. Te felicito. peco
 
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