Estoy en el borde de la existencia,
donde las miradas no alcanzan
y la belleza ya no la juzgan los ojos.
Donde el canto ajeno del dolor
no queda sin consuelo.
Pues es la compañía
lo que queda en abundancia,
después del violento amor desperdiciado:
la tibia fragancia.


Estoy en el borde del horizonte,
donde el mar se precipita
arrastrando verdades
y en las gotas que salpica
se mojan las certezas.
Caen toda clase de pensamientos
construyendo desesperados
y tiernos principios,
desde los magullados retazos:
impostores de un futuro pasado.


Hoy más que nunca me siento
por el mundo desechado
y de todo afecto privado.
A la espera del día incierto,
en un presente atormentado.
La vida es una flecha enterrada
en el muslo, en una larga caminata,
que golpea consciencias en su trayecto
encendiendo faroles apagados.


Donde la realidad se desvanece
en un parpadeo
y la certeza se desnuda por la fuerza
para vestirla de imaginación.
Siento flotar el aire
de la pesada respiración,
como si ya estuviese cumplido
el ciclo de la creación.


Donde el afecto escaso,
liberado del interesado provecho,
llega con pureza llenándolo todo.
Ya no debo esconderme al acecho
separando diamantes de lodo.
Estoy en los bordes de la vida,
donde ya no necesito respuestas estúpidas,
donde nunca sabré lo suficiente
como para desperdiciarlo en palabras.