Tuve una novia que quería cocinarme.
Después de tirar conmigo, me recorría las sudorosas lonjas con un dedo afilado. Y cuando encontraba carne, la parte posterior del muslo, por ejemplo, me hincaba la uña como un cuchillo y decía: Este pedazo lo cortamos y así entero lo ponemos a la parrilla. ¿Así nomás? Preguntaba yo asustado. Bueno, primero lo maceramos con pulpa de maracuyás y romero.
Qué linda sonrisa tenía Pam, toda llena de colmillos. Una mirada voraz como de animalito salvaje. Era una cocinera apasionada y minuciosa. Venía de una familia que inventaba recetas para ser feliz. Fue ella quien me enseñó a pelar los champiñones pues decía que lavarlos les quitaba el aroma campestre de la piel. Yo ni siquiera sabía que los champiñones tenían piel, hasta que -con el dorso de un cuchillo- Pam desnudó uno delante de mis ojos. Otra tarde la vi convertir un diente de ajo en mantequilla y untarlo sobre una pancito tostado. Entonces colgué el mandil. Yo también tenía mis recetas. Pero las de Pam eran otras ligas.
Fue la única de mis novias para la que nunca cociné. No me atrevía. A todas las demás les he llevado el desayuno a la cama o he corrido a mi cocina a medianoche para improvisarles unos tallarines post-orgásmicos. Pero cuando Pam se asomaba a mi refri y empuñaba el cuchillo, yo aguardaba silencioso detrás de la barra. En silencio la veía apanar bistecs, picar pimientos, flambear el pollo y convertir todo eso en un manjar. Entenderán entonces por qué cuando me recorría el pellejo explicándome las formas en que iba a sazonarme, yo me ponía nervioso.
Estuvimos juntos solo dos meses, comiendo y comiéndonos como salvajes. Luego le subimos demasiado al fuego y se nos quemó el amor. Cuando se fue, me dejó una pequeña cafetera francesa y un sentimiento de culpa cada vez que lavo los champiñones. Me tomó algún tiempo recuperar la confianza, volver a cocinar para una chica.
Pero al fin lo hice.
Ahora, cuando despierto temprano y veo que Nicole aún duerme profundamente, me alegra saber que seré yo el encargado de preparar el desayuno. Me voy de puntillas a la cocina y alisto harina, leche y huevos. No sé, supongo que a algunos nos gusta más amar que ser amados. Dar de comer que ser comidos.
Tengo 40 años, algunos libros y unas plantas por regar. Y ahora sé que por las mañanas, prefiero la sonrisa somnolienta de Nicole al ver que me acerco con una bandeja llena de panqueques tibios, que la sonrisa abierta de Pam, cuando era yo quien despertaba tarde y la encontraba mirándome ansiosa mientras me recorría la carne con sus afilados dedos.
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