Nunca creí que hubiera algo luego de morir. Se acaba con la muerte, no existe nada esperando después.
Vos te burlabas de mi falta de espiritualidad, siempre diciéndome con tonito didáctico acerca de la evolución de las almas, de las vidas anteriores, de los registros akáshicos, de la reencarnación, de brujería y de magia…, pero mi mundo era demasiado realista. Nunca creí una palabra de eso. Continúo sin hacerlo. Las almas tienen mejores cosas que hacer luego de muertas que andar acechando a los vivos. Es energía que no se quiere ir, que no puede trascender, respondías. Entre las posibilidades que ofrece la realidad y los que creen en un Universo donde lo imposible puede ocurrir aparecen como un muro las leyes de la Termodinámica. Pero nunca podrías admitirlo.
Nos separaron estas diferencias, insalvables, entre lo racional y lo instintivo, entre la ciencia y la mística. Y mi enfermedad, que me limitaba. No necesité hacer demasiado para que me dejaras. Un infarto primero y un ACV luego, fueron suficientes para que toda tu espiritualidad se escapara junto con tu cuerpo a la cama y brazos de otro. Pero sin importar esos detalles, frecuentes en los vínculos entre las personas, nunca fui bueno para terminar una discusión tan trascendente. Aunque fuera con alguien que declamaba espiritualidad mientras se comportaba tan filosóficamente materialista. Pero si algo generan los grandes temas es paciencia, pues siempre –inevitablemente– vuelven a ser puestos sobre la mesa. Tengo tiempo. Mucho tiempo para la discusión. Alguna noche ocurrirá.
Mientras tanto asomo apenas la nariz cada noche, a los pies de tu cama, esperándote.
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