CAJÓN DE SUEÑOS


"La muerte, la odiosa muerte, como una sombra siempre tras nuestros pasos...", G.C.V


Cuando desperté no supe si las palabras que se repetían en mi cabeza venían del enigmático sueño que me había despertado, o si provenían del más allá como una premonición inobjetable que debía cuanto antes revelar: “La muerte viene de visita…”

“¿A quién vendrá a visitar?”, me pregunté. “¿A mí, a un familiar, a un amigo? ¿A quién? ¿Cómo será esa visita?: ¿Social, de cortesía, confirmatoria, premonitoria…?". Eran preguntas que de golpe me asaltaban sin darme espacio ni tiempo para encontrar una adecuada respuesta que me diera tranquilidad, pues una vaga inquietud me angustiaba.

Pensar en la muerte es un asunto lúgubre, por más más natural y tangible que sea, y del cual ninguno escapamos. Sin embargo, nadie sueña, medita o recapacita en ella. Es la visita que no esperamos recibir y el anuncio que no se desea escuchar. Salvo en circunstancias excepcionales volvemos la mirada hacia esa funesta sombra, como cuando un familiar está enfermo y se sabe que su estado es grave; de lo contrario, ni los sucesos cotidianos como accidentes, matanzas, guerras (que como nos tocan de cerca) no nos llevan seriamente a contemplarla.

Recientemente sí lo estuve meditando a raíz de la enfermedad de mi padre. Los médicos (expertos cada uno en su ramo: neumólogo y neurólogo) no nos daban esperanzas de vida y nos decían que era cosa de tiempo, y que tras una u otra complicación él –definitivamente- moriría. Esas palabras nos devastaban y nos llenaban de profunda tristeza. No era fácil imaginar lo que sería nuestras vidas si él llegara a faltarnos. Nuestra madre quedaría sola y la gran familia, de la que él es la cabeza, quedaría sin su principal líder y estandarte.

Yo, entonces, pensaba en la muerte como un remedio final para nuestro padre, si debido a la enfermedad que padecía (una avanzada neumonía) estuviera sufriendo y nosotros ni nadie (salvo Dios) pudieran mediar por él.

Tanto se presentía el fallecimiento de mi padre que mi hermano mayor se aventuró a comprar un féretro para su entierro. Decisión que particularmente a mí, se me antojó apresurada y pretenciosa. Apresurada porque nuestro padre aún vivía, y pretenciosa porque se jactaba de haber comprado el más fino ataúd que consiguió en el mercado funerario.

Han pasado tres meses del momento que internamos en la clínica a nuestro padre y hace dos meses le dieron de alta. Milagrosamente se ha curado y ha superado su crisis pulmonar. Ya no requiere respirador artificial y se levanta por sus propios medios a dar pasitos por la casa. Hemos suspendido la atención de enfermeras que en turnos de doce horas lo atendían.

Todos estamos muy felices por la recuperación de nuestro padre, menos mi hermano que no sabe qué hacer con el fino cajón de cedro, con revestimiento interno de abullonado algodón para que no se maltraten los huesos del difunto y un vidrio finamente repujado por el que puede quedar mirando hacia el mundo que abandona.

Todos le preguntamos qué piensa hacer con ese sarcófago. Él dice que si lo devuelve pierde plata. Que piensa dejarlo para él, porque no sabe cuándo la parca podría visitarlo…

¿Sería por eso –me pregunto ahora- que esta mañana me desperté pensando en la muerte? No. Espero que no. Quizá sólo fue una idea suelta o un mal sueño que deseo pronto olvidar…



Gercardona.
Chía, septiembre 29 de 2007.