Cierta vez me tocó escribir en un computador que por alguna razón desconocida no marcaba la letra A. Ni minúscula ni mayúscula, desaparecida esta grafía en ambas modalidades, quizás por alguna desconfiguración del sistema. Esta situación, desconcertante, surrealista, poco frecuente, se produjo precisa y rotunda cuando la necesidad era desesperante. Se trataba de una petición formal redactada con Arial y dirigida al Intendente de Santiago, don Anacleto Arias Labarca, una desconsiderada profusión de aes que aceleraba los latidos de mi músculo cardiaco. ¿Cómo saldría adelante de tan desesperante impasse? Imposible acudir a otro computador puesto que el reloj marcaba sentencioso las veintitrés con veinte, cuando ya todos mis conocidos de seguro retozaban en sus lechos después de una ardua jornada, los cibercafés habían bajado sus cortinas hacía rato y sólo yo, vertical en mi desesperación, urdía alguna solución sintiéndome acorralado tal como el protagonista de alguna película que es acosado por los malandrines, encañonado y sin salida decente alguna.
Probé con la letra V que invertida, tiene todas las trazas de la A, salvo por la rayita horizontal que marca la diferencia. Existen programas que permiten voltearlas, aunque la V es v también en su versión minúscula y ni vestida de monaguillo pasaría por una a. Probé con el 4 que visto con indulgencia, se parece a una A con una pata menos y medio maltrecha. El 6 volteado habría sido casi un sosias de la a, aunque grandote y sin rabo, como un perrito bóxer. Tampoco servía.
Examinadas todas las posibilidades y siendo casi la una de la madrugada, consideré todas las situaciones, sin descartar el suicidio. La carta, debería ser entregada personalmente a las nueve de la mañana. Ensayé encabezarla de todos modos, escribiendo con lo que tenía a mano:
SEÑOR INTENDENTE
DE SNTIGO
NCLETO RIS LBRC
PRESENTE
Y prorrumpí en sollozos. Aquello era impresentable, vergonzoso. ¿Por qué la vida me castigaba de tal cruel manera? La oportunidad era magnífica, promisoria. ¡Y esta maldita máquina que…! Entonces la recordé. Arrumbada en algún rincón se encontraba mi vieja y querida máquina de escribir, una Underwood del año de Ña Uca, fiel y silenciosa, atributo maravilloso para un mecanismo decimonónico, acaso creado por el mismísimo Gutenberg. Exagero, claro está, pero lo cierto es que revisé cada rincón de la casa buscándola y en aquella desesperada búsqueda invertí por lo menos tres cuartos de hora. Al final, di con ella, con todos sus caracteres en orden. Después de quitarle el incipiente polvo que se acumuló en su cubierta, pese a estar enfundada en una bolsa de plástico, coloqué una hoja en el mecanismo y tipié la A, la que se estampó cordial y milagrosa sobre el papel. ¡La cinta estaba intacta!
A las tres y cuarto de la madrugada finalicé la carta, puse mi rúbrica y la coloqué dentro de un sobre. Por una afortunada casualidad, la tipografía de la máquina emulaba muy bien a la Arial exigida. Los hados comenzaban a reconciliarse conmigo, por lo que, finalizado este desconcertante asunto, me fui a dormir, previa colocación de la alarma del reloj, que repicaría estridente a las siete de la mañana.
Al día siguiente, cumplidos todos los ritos habituales, considerado un desayuno frugal y el lustrado riguroso de mis zapatos, más una corbata que ceñí al albo cuello de mi camisa para aparentar algo de seriedad y ¿por qué no? de elegancia, me dirigí ufano al edificio de la Intendencia. La mañana soleada ofrecía reflejos que doraban edificios, follaje, personas que a mí se me figuraban seres amigables que imaginaba ofreciéndome una sonrisa. Tonteras mías nada más, espejismos de la existencia, percepciones erradas, yo qué sé.
Ya en el edificio, me dirigí a la recepción y desde allí me derivaron a la secretaría. Una simpática joven me sonrió y mi optimismo se redobló.
-¡Buenos días! ¿Qué se le ofrece?
Reparé en la blancura de sus bien dibujados dientes.
-Buenos días. Traigo una carta para el señor Intendente, don Anacleto Arias Labarca.
-No, don Anacleto renunció la semana pasada. Su reemplazante es don Carlos Encina Ilabaca.
Pese a que los rayos del sol se introducían a través de los ventanales de dicho despacho, sólo difuminados por la opacidad de los vidrios, para mí sólo prevalecía esa nube gris que se había instalado en el centro mismo de mi pobre entendimiento.
-¿Qué hago ahora?
Mi rostro palideció al punto que la niña, asustada y sobre todo, conmovida, me ofreció tomar asiento.
-Era mi gran oportunidad- repuse desalentado.
-Veamos. No pierda usted la fe. ¿Puedo abrir la carta?
-¿Qué más da? Ábrala usted.
Ella la leyó y después comenzó a transcibirla en su computador. La estaba copiando, corrigiendo por supuesto el nombre intendente renunciado por el que estaba en ejercicio. Cuando la finalizó, me la ofreció para que la revisara y estampara mi firma.
Esto no puede finalizar sin que aclare que todo resultó como lo tenía contemplado. La chica recibió de mi parte muy asombrada una caja de bombones, la que agradeció desenfundando una maravillosa sonrisa, el encantador regalo con el que fui retribuido.
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