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Inés caminó entre los múltiples recipientes para la cacería de goteras; se instaló en su silla mecedora ubicada en la puerta de su casa, se puso sus lentes y contempló por un buen rato los hilos de agua que se descolgaban y caían muy cerca de ella, tan cerca, que le salpicaban los pies. A ella, le gustaba mecerse en su silla algunas horas en el día, sin nada entre las manos. El sol radiante sorprendió a todos, y los chorros de agua, al igual que las goteras, dejaron de gotear instantáneamente. De pronto, Inés escuchó en la casa del frente la vieja madera del techo quejarse y luego un fuerte estrépito. Inés se dirigió corriendo a la entrada de aquella morada, pero recordó, que había jurado a sí misma, no volver a pisar la casa de Josefina mientras viviera.

Eran un par de vecinas malhumoradas que vestían de negro, y que no solo se insultaban con lindezas variadas, sino que a veces se arrojaban lo que tuvieran en las manos en sus arrebatos de gamberrismo. Todo había empezado un día de lluvia; como todos los días por las tardes, la gente se encontraban sentadas, hablando sobre historias. Sus habitantes tenían por costumbre dejar abiertas la puerta principal de sus casas. El corral del patio de las gallinas de Inés se vino abajo y estas se escaparon, y se dirigieron a la casa de la mujer conocida como Josefina, la pajarera, porque en algún tiempo atrapaba pájaros en sus viejas jaulas y luego les ponía el nombre de presidentes muertos. Las gallinas estaban por toda la casa picando, poniendo huevos y ensuciando. Una de ellas rompió la vajilla, desde ese momento las mujeres se harían la guerra.

Las dos mujeres se insultaban desde adentro de sus casas, en las ventanas y en la calle. Se insultaban de día y de noche. Muchos las oían gritarse, y se habían acostumbrado a los gritos, primero una de las dos hablaba sola, después la otra tomaba la palabra en algún pasaje de la otra, entonces empezaban a alternarse. Se paraban en la puerta y desde allí dirigían la voz a la casa vecina, ambas con pasos menudos y cuidados, arreciando con una voz chillona que al comienzo podía entenderse, pero que después se transformaba en un grito de furia, en el que no podían distinguirse las palabras ácidas de sarcasmo, que también era de detalles entrañables, delicados y únicos, era sin duda una amistad extraña, disfrutable, diferente, pero verdadera.

Inés corrió y se dirigió donde Olegario por ayuda, quien era un hombre extremadamente fuerte. Este abrió la puerta de un solo golpe con su puño, escuchó un gemido y corrió hacia la habitación, levantó un gran madero que tenía la mujer en la pierna, Olegario la tomó en sus brazos y la llevó al médico del pueblo, Inés observaba desde su casa con su cara de amargura, pero en el fondo muy feliz por saber que Josefina, la pajarera, se encontraba con vida.

Días después, Olegario reparó el techo, (sin que Josefina supiera que Inés lo había costeado), Olegario se convirtió en el mejor cliente para la compra de huevos de Inés, (sin que ella supiera que Josefina, era la real compradora). La mujer enyesada desde el balcón de su casa, mirando al cielo gritaba dándole gracias a Dios por permitirle tener vida para amargarle la vida, a cuya vecina se la había amargado, Inés sarcásticamente, también miraba al cielo y gritaba por saber el nombre de quien dio aviso del accidente del techo y ahorcarle.

Texto agregado el 18-07-2020, y leído por 88 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-07-2020 Tiene mucha razón Peco, coincido. MujerDiosa
19-07-2020 Quién cuenta historias, primero que tódo, es un gran observador de su entorno. Y mira lo que todos ven, pero lo importantiza y al narrarlo, irónicamente, necesita la aprobación del que no le presta atención. Y tus cuentos cumplen lo dicho. Te felicito. peco
 
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