Puede ser que el prolongado encierro vaya creando nuevos conductos de comunicación en la inquietud de nuestras circunvoluciones cerebrales. En mi caso particular, el sueño acude a mí con profusión narcotizante. En pocos instantes ya mi mente está en algún anfiteatro imaginario y me voy diluyendo en cuerpo y espíritu hasta que nacen en alguna pantalla vívidas situaciones argumentadas que se van desarrollando cual si obedeciesen a algún libreto. Dos rapaces que están a punto de cometer un delito y en los intersticios de una barriada supuesta se suceden líos que se hace difícil desmadejarlos. Un hombre mayor agazapado, al que su sonrisa siniestra le crea dramáticos surcos en su rostro. Y aquí ocurre lo que jamás antes había experimentado: el sueño retrocede y pareciera iniciarse en algo parecido a un prólogo, en donde se subentiende que el hombre de los surcos presume paternidad sobre uno de los muchachos.
Ya despierto, mi sensación es que estuve viendo una película de Netflix, con recurrentes pausas y retrocesos para aclarar el argumento. Confieso que también me fascina la ciencia ficción, plena de situaciones impredecibles, destinos distópicos que complemento en mis ratos libres con lecturas diversas, entre ella, Crónicas Marcianas, que la he leído y releído en diferentes ediciones. Y puede que tal predilección tenga también influencia en todo este desaguisado onírico.
Una de estas noches el sueño se trasladó a un gris hospital en el que deambulaban seres confundidos en esa pátina claroscura y envolvente. Y era yo quien les facilitaba ese acceso, frente a un computador en el que recogía sus datos, los derivaba a diversos destinos, pero el asunto se diluía entre pasillos, rejas y muchedumbre ansiosa, ese maremágnum de acontecimientos que se entrecruzan y conforman un tramado difuso. Un muchacho proveniente de alguna ciudad lejana y que necesitaba su historia clínica con suma urgencia. Su modestia sobrecoge y le prometo entregarle aquello tan necesario para él. Del hospital, acudo a una reunión con personas que son conocidas, acaso parientes, amigos o sepa dios. El tiempo es inconmensurable en los sueños. Por lo mismo, reparo que he faltado a mi promesa, envuelto y distraído en esa marea inconstante. Despierto. Una innecesaria angustia resbala sórdida en la oscuridad de la madrugada. He faltado a mi palabra, pienso en ese pobre muchacho, aguardando en el purgatorio impreciso de un sueño. Y me quedo dormido. Mi mente vaga libre por algunos segundos e ingresa pronto al teatro de imágenes y situaciones, ahora imposibles de recordar. Pero en algún punto, el sueño aquel del hospital se reconecta y regreso a mi papeleo, a la computadora y gente presurosa. Y surge el recuerdo y la reparación: busco la ficha entre montoneras aleatorias y al fin la tengo en mis manos. Acudo presuroso al lugar gelatinoso en que me aguarda el muchacho y le hago entrega de tan vital documento. La alegría suya lo satisface todo. He cumplido, las imágenes se diluyen por el imperio de un sueño profundo y reparador.
Repito, mis sueños parecen tener argumento, retroceso, pausa y memoria para retomarlos, al igual que las películas de Netflix. No me sorprendería que pronto Morfeo los provea de episodios, temporadas y subtítulos. Nada me extrañará desde ahora, siempre y cuando no aparezca sobre mi velador una abultada cuenta mensual gravada por los recientes impuestos.
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