Es terrible el flagelo de la delincuencia, las cifras son cada vez más alarmantes, nadie le pone el cascabel al gato, no estamos seguros en ninguna parte, las leyes están hechas de y para los delincuentes. Quién no ha escuchado esto al menos una vez, es que está desconectado de la realidad. Y si a nosotros nos afecta, es mil veces peor para un extranjero.
Hace muchos años me tocó presenciar un hecho bastante singular que prueba empíricamente lo que acabo de señalar. Estaba esperando en el terminal el bus que me llevaría de vuelta a casa cuando con estos ojos vi a un par de delincuentes rodear sin disimulo a un turista, esperando el momento oportuno para arrebatarle las maletas.
Es increíble el buen ojo que tienen estos malhechores, son feroces depredadores acechando a su presa, verdaderos profesionales de la sinvergüenzura.
El gringo lucía como la mayoría de los gringos: Ojos azules, rubio, metro ochenta y cinco de estatura y una cara de despistado que decía a gritos: Róbenme por favor. Miraban fijamente su reloj de pulsera, lo más probable es que fuera de marca porque a esos patos malos no se les escapa una.
Estuve largo rato viendo el ir y venir de estos malandrines hasta que hice lo que cualquier ciudadano decente debiera hacer. Me acerqué al gringo y traté de hacerle saber la situación -Take care- le dije en el inglés tarzanesco que a duras penas aprendí en el colegio.
-Gracias amigo-me respondió con una amplia sonrisa- hablando un poquito de español... estos conchas de su madre del rato queriéndome robar.