Su suerte se había definido un año atrás en una audiencia pública. El roble estaba sentenciado a caer. Tenía 300 años y ahora sería tumbado para reformar el parque del pueblo. Tenía el tronco lleno de polvo y pólvora, era un árbol de grandes proporciones, con copa amplia y tupida, de ramas rectas y hojas simples de tono amarillento.
El hombre con su hacha avanzaba como un verdugo que no tiene piedad y con la arremetida de su herramienta cortante, el árbol vibró, decenas de pájaros tuvieron que salir de allí a buscar nuevo nido.
Para el fotógrafo, el parque ya no sería el mismo; Ruth, la mujer más vieja del pueblo, recordó que había nacido, crecido y vivido a la sombra protectora del roble, algunos evocaban que ese era el árbol en el que solían trepar cuando eran niños, otros recordaban que había servido de paredón de fusilamiento y sitio de suplicios, y unos que a la sombra se habían pronunciado encendidos discursos proselitistas; otros lloraban y decían que aunque no existiera, nunca morirían los recuerdos del corazón.
Una extraña sensación de angustia, coraje e indignación, se apoderó de la maestra Carmen, quien observaba aquel acto. En días anteriores, en la clase de historia, enseñaba a sus alumnos de la presencia del roble que habían visto sus antepasados, salió apresurada de clases y dirigiéndose a unos hombres que miraban el árbol les dijo -Quien ve el mal y no protesta, ayuda a hacer el mal. Ellos se miraron, asintieron con la cabeza como señal de estar de acuerdo, se dispusieron a detener al leñador, este insistió en su tarea y la maestra sin que nadie la pudiera detener se encadenó al árbol.
Un policía quiso intervenir, pero tres personas más se encadenaron, más tarde, manifestantes marchaban con carteles pidiendo atención en el caso, y diciendo que aquel árbol era parte del patrimonio cultural.
Lo que es bueno para unos es malo para otros, decía la alcaldesa, pero después de dos días de manifestación, reflexionó y encontró que la protesta era con causa justa, e impidió el sacrificio. |