Florencio golpeó la mesa con furia, Martha salió por otra botella de vino, no soportaba los gritos de su marido ebrio y se ponía a llorar. Aunque siempre lloró por casi cualquier cosa, si estaba contenta o si estaba triste, lloraba igual, lloraba de desesperación cuando su esposo no daba un poquito de valor a los trabajos porque nunca había una palabra de cariño para esas comidas tan ricas que preparaba, ni un piropo para esas camisas y pantalones que planchaba, ni a esos zapatos que brillaban, vivía con los ojos hinchados de tanto llorar.
Martha no tenia amigos, porque ya nadie le gustaba hablar con ella, siempre respondía con una frase melancólica, se quejaba por todo, consideraba que nada bueno le pasaba, hablaba mal de su marido hasta el punto que fastidiaba a cualquiera, porque era el mismo sonsonete de siempre y sin creatividad, sólo el cura Eliseo tenía la paciencia de escucharla y darle consejos en el confesionario, aunque a veces, el siguiente de la fila lo encontraba dormido, pero para algunos eso era lo mejor, pues así no ponía penitencia.
Cada domingo en la iglesia, Martha encendía una vela a la virgen patrona del pueblo, para que sucediera un milagro con su marido y ella dejase de lloriquear. Un día cualquiera, cuando miraba las fotos de un álbum, se sorprendió porque sus lágrimas no salieron y ella era tan sensible que la menor contrariedad la hacía llorar como una Magdalena. Por accidente se quemó la mano con la plancha y al querer llorar, emanó de sus párpados, sin sangre y sin dolor, pequeños cristales, se asustó mucho y se puso a gritar.
Cuando llegó su esposo ebrio, Martha se equivocó tanto en sus quehaceres domésticos, que este empezó a gritarla, pero por más que lo intentó sus lagrimas se habían secado y seguían saliendo cristales. El fenómeno le causó tanto estupor que no se lo confesó ni al cura, había llorado tanto que sus lágrimas se secaron para siempre.
Martha ya no sentía aflicción de sus conflictos. Al no poder llorar, sólo podía reflexionar sobre sus pensamientos, si su esposo fuese ebrio toda la vida, ella triste siempre sería, ya no podía cambiar su pasado ni a Florencio por más rezos y velas que encendiera, no podía cambiar lo inevitable porque lo único que podemos cambiar es jugar con el hilo del que pendemos, así que lo abandonó.
Un buen día, un nuevo puesto abrió en el mercado. El aroma impregnó aquella plaza. Las miradas se vieron atrapadas por el abanico multicolor de aquel puesto de flores, el público arrasó con los ramos de agapandos, nardos, rosas, claveles, girasoles, anturios, orquídeas y magnolias. La vendedora de flores sonreía; su rostro resplandecía de gozo e iluminaba a todos los presentes. La alegría de la nueva mercader sería algo que siempre expresaría. |