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Que a aquel chaleco gris que colgaba fláccido en la silla del comedor le faltase un botón, fue un notorio descuido y ésta pudo ser una prueba concluyente en el caso que narraré a continuación. Los punteros del reloj parecían estar de pie sobre el decorado de la pared: finas flores evanescentes que se ramificaban por los cuatro costados y se extendían por un pasillo, ya como una plaga . Pues bien, faltaban veinticinco minutos para las seis de esa tarde fría de invierno y la salita de estar de aquella casa se dibujaba apenas en la penumbra, dado que la ventana era más bien un forado que bien pudo haber sido provocado por un bala de cañón. Exagero, por supuesto. El arquitecto de dicho inmueble se caracterizaba por crear ambientes realistas de la post guerra, en donde el decorado apenas se insinuaba en ese derroche sombrío. Allá, parecía que una alfombra persa se extendía pretenciosa sobre las baldosas color terracota, pero no, aquello era más bien la transposición de algunas cerámicas proyectadas de tal modo en esa miseria lumínica que provocaban dicha ilusión sobre el piso.
Tomás gustaba de ese escenario sombrío, en el que se desplazaba a sus anchas. Era la sombra de sí mismo paseándose de memoria y como un espectro, escuchando sus propios pasos, lentos y fatales rebotando en la penumbra. El solitario varón tampoco utilizaba espejos y evitaba cualquier superficie que por esa mala costumbre tan propia de la física pudiese reflejarlo. Las razones eran evidentes: Tomás lucía para sí mismo y para nadie más un rostro que alguna vez fue objeto de las llamas. Lucirlo puede sonar excesivo y pese a que sus ojos habían adquirido atributos animalescos, hacía más de veinte años que no se habían paseado por el reflejo de las deformidades espantosas que estriaban sus facciones.
Pues bien, los que pudieron internarse por los lóbregos pasillos, fueron dos: un modesto gasfíter que solucionó sin premuras un rebelde goteo que pregonaba su aliteración sin pausa alguna. El hombre recibió el pago convenido, que provino fantasmal desde una mano surgida en la oscuridad. El otro…bueno, aquel pobre desgraciado es el que provoca este derroche de palabras.
El timbrazo provocó un estupor que estremeció las reminiscentes telarañas y se propagó con horizontal atrevimiento por ese laberinto difuso. Tomás percibió esa aguda intromisión auditiva y con una tonalidad ocre que luchó por liberarse de sus cadenas, preguntó: “¿Quién llama?”
La voz ronca y bien timbrada respondió sin ambajes: “Soy Tancredo Molinares. Usted sabe a lo que vengo”.
El silencio reinó meciéndose en doseles de ébano. Un instante después, como rebanada a puñal por una mano hostil, desprendióse una sombra entre las sombras para accionar con premura el pestillo. Un estrépito de luz dibujó un rectángulo grisáceo sobre las flores del papel tapiz. Y sobre éste, la proyección de la silueta de un hombre macizo, inmóvil sobre el dintel de la puerta.
“Buenas tardes don Tomás”. El acento del hombre latigó los oídos del dueño de casa, quien, vestido de tinieblas, sólo realizó un además con su mano para que el otro ingresara.
Dos siluetas parecen discutir en el negror polvoriento, sus voces rivalizan en tesitura, intensidad, y violencia. Tomás ha liberado los perros de presa que son sus palabras, las que luchan contra la afonía impuesta por el largo silencio y adquieren voracidad, fuego, dominio.
El visitante arrecia con su discurso certero, recíproco en intensidad, palabras que son cadenas ciñéndose con argumentos irredargüibles.
“Las deudas son las deudas. Se conceden con el simple aval de la honra del prestatario. Y usted, mi señor, usted…”
“¡Ni yo ni nada! ¿Qué se imagina? Mi honradez no se manosea ni por usted ni por nadie”.
La discusión adquiere matices insospechados. Por sí solo, este enfrentamiento parece arrojar destellos incendiarios. Las palabras se revuelven en los mismos argumentos y si bien cada cual defiende su trinchera, pareciera que la discusión no logra un avance significativo. Es el momento en que surge un dardo arrojado por el visitante que hiere a la fiera que aguarda agazapada:
“¡Pareciera que no saco nada en limpio y no me extraña de alguien que se escuda en las sombras y del cual conozco vagamente sus facciones!
Tomás recibe la estocada, el dardazo, la injuria y poseído por la furia se abalanza sobre aquel que es más corpulento, pero que en las tinieblas es sólo un monstruo ciego. Un jarrón opalescente –ya está explicado que nada debía reflejar el rostro del hombre- se elevó parodiando un arma en medio de la contienda y fue a estrellarse en la testa del visitante. Desplomado éste y desvanecido por el golpe, recibió múltiples jarrazos que liberaban la furia, la ofensa y tantas otras situaciones inconfesadas de Tomás.
Un cuerpo desarticulado es arrastrado por las baldosas. Las manazas del hombre van dibujando un reguero que se supone púrpuro. Ya la noche iguala la oscuridad de aquella casa y sólo se puede uno imaginar la figura de un hombre encorvado por el peso de algo parecido a un fardo, el que es arrojado en el asiento trasero de un automóvil que luego viaja a velocidad moderada por una carretera.
Tomás suspira en su reino de luna nueva. Consumada su obra, caminará quedo por los pasillos penumbrosos. Una sonrisa surge en su rostro como otra cicatriz. Se ha deshecho de alguien que le atormentaba, un usurero que de seguro entenebrecía la existencia de muchos otros deudores. Justicia en las sombras, dicho está.
Seis meses después y cuando las manecillas del reloj de pared marcan cinco para la una en una figura muy parecida a la rendición, fieros golpes y timbrazos despiertan a Tomás. Se levanta desorientado y pregunta con su voz adormecida: “¿Quién llama?”
“Policía. Abra, señor”.
La luz de una linterna devela las atroces cicatrices de Tomás y provocan el estremecimiento fugaz en los agentes.
Contra su voluntad, las luminarias invaden todos los rincones de la vivienda. Tomás aparenta una serenidad prestada por los somníferos. Le parece estar inmerso en un sueño más vívido que los de costumbre.
“¿Declara usted que no ha concurrido a su domicilio el señor Tancredo Molinares? Su nombre figura en varios documentos que encontramos en su oficina.
“No. No ha venido. ¿Sucede algo?”
“Me temo que sí. El señor Molinares ha sido encontrado muerto en una quebrada ”.
El rostro de Tomás intenta una mueca que denote sorpresa, pero la fijeza de la mirada del inspector tienen el poder de intimidarlo más de la cuenta. De todos modos, ningún sobresalto parece delatarlo.
“Lo lamento mucho” susurra, intentando que sus palabras reflejen aunque sea un muñón de sinceridad.
Los hombres registran las habitaciones sin encontrar pista alguna. Tomás ha eliminado todo aquello que pudiera inculparlo y aguarda con tranquilidad pasmosa.
“El señor Molinare no tenía familia y todo lo suyo será puesto a disposición de una entidad de beneficencia”.
“Me parece justo” repone Tomás, con la satisfacción colmándole sus vísceras.
La policía se retira ya y el inspector le extiende su mano para despedirse. Pero su ojo agudo ha descubierto algo que hasta entonces no había notado: un chaleco gris colgando de una silla del comedor. El inspector avanza los pasos que lo separan de la prenda. La estudia con minucioso gesto hasta que sus dedos tropiezan con la oquedad manifiesta: un ojal que fulgura por carecer de un botón que le dé significado. El mismo que fue encontrado en la mano empuñada del occiso. Y en el rostro severo del policía se comienza a dibujar una sonrisa que avanza rotunda desde las comisuras hasta los pómulos, mientras el rostro de Tomás se va oscureciendo a intervalos difíciles de precisar. Es esa noche incierta en la que vagaba por años la que acude a sus desfiguradas facciones para transformarlo a él mismo en la más desolada de las tinieblas.












Texto agregado el 08-07-2020, y leído por 168 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
09-07-2020 Qué lindo narrás amigo. Cada frase tuya se distingue por su exquisitez o estar llena de magia. El condimento justo para un buen cuento. Abrazo fuerte. Vaya_vaya_las_palabras
09-07-2020 Que bien escribis. Este relato me impacto, no por el desenlace, si no por ña riquesa de las palabras. jaeltete
08-07-2020 —Al final de un día cualquiera, todas las deudas se pagan sean estas por usura o por rabia, para muestra: un botón. —Saludos vicenterreramarquez
08-07-2020 Muy buen texto como siempre amigo, consigues la atención del lector. ELISATAB
08-07-2020 Lograste cautivarme con el relato, quedé prendido desde el principio. ¡¡¡FELICITACIONES!!! DESTACADO. Shalom amigazo Abunayelma
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