Ahora que lo recuerdo; aquel fue el primer verano imaginario. El primero de una larga serie que vino después. En lo único que se parecía a los anteriores era en las moscas. Por lo demás, sin Tour, ni San Fermín, ni otros jalones del camino que nos habían acostumbrado a transitar el tiempo bajo parámetros conocidos.
Fue un verano, "sin pobre de mí", sin todo lo que hacía que se recorriera como es debido, aquel espacio de tiempo que recibía tal nombre, y cuya única particularidad habitual era la presencia de moscas en aquel espacio aéreo. Zumbaban igual. De no haber sido por su presencia y la elevación del mercurio, uno hubiera pensado que estaba a punto de acabarse el mundo. Pero no: que el mundo siguió. Sólo que en lugar de vivirlo, había que imaginarlo.
Año imaginario uno, le empezaron a llamar por aquellos mundos mis contertulios.
Para ver si era real sólo había que asomarse al mercurio. Por encima de los treinta grados veía tan suficiente realidad que hubiera deseado más discreción, menos acto de presencia, más moderación, menos estímulos.
Cuando íbamos por el año cinco imaginario estábamos tan acostumbrados a que no pasara nada que nos fuimos haciendo uno con el mundo. Ya nos daba igual casi todo. La felicidad se medía en términos sanitarios. Con no estar enfermos se agotaba nuestra aspiración, aferrándonos a la vida como si hubiera un cupo.