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Lo último que quería esa mañana era ver un muerto. Como todos los días, Leopoldo se tomaba un café para desayunar, buscaba su bata blanca y esperaba a su primer paciente. María Ignacia siempre andaba con sus medicinas y vitaminas en la cartera, se quejaba de dolores e infecciones y todo le enfermaba. La mayoría de las veces que visitaba al médico, no le mandaba nada, la presencia del doctor la ponía bien, siempre tenía una palabra amable para con ella.

La mujer de vestir de rosado, era de los pocos pacientes que pagaba los servicios profesionales con dinero, porque muchos lo hacían con productos del agro, ya fueran de índole vegetal o animal. Pero ese día, no pudo atenderla porque fue llamado de urgencia. Se la encontró saliendo de la casa. Ella se ofreció a acompañarlo.

Cuando entraron a la vivienda se encontraron con una mujer vestida de traje negro que con la voz temblorosa y los ojos enrojecidos, como tratando de contener las lágrimas, les ofreció tomar café o infusión de toronjil. María Ignacia rechazó el ofrecimiento por su problema de acidez. Entraron a la sala, y se sentaron en una de las sillas que habían sido recostadas contra la pared. Cuando el médico acabó de tomar el café, entró a un pequeño cuarto y sobre la mesa, junto al crucifijo, descargó su maletín. Leopoldo, estaba presente en cada nacimiento y en cada funeral.

-Parece muerte natural. Les dijo a los familiares. Para el doctor Leopoldo eso significaba una mirada rápida a la historia clínica, revisó que el cuerpo no tuviera lesiones y expidió un rápido certificado de defunción. La muerta era una joven con un largo historial médico de epilepsia. Esa mañana había tenido una crisis. Leopoldo firmó y se fue sin María Ignacia que se quedó consolando a los parientes.

Cuando estaba colgando la bata, tocaron a la puerta. Aun cuando la noche era calurosa, María Ignacia llevaba una bufanda que tapaba su boca. –Doctor, que la Policía le pide que vaya urgente al cementerio. Hay un muerto vivo. –Eso es puro cuento, recuerda que no todos repiten los chismes que oyen, algunos los mejoran.– dijo el médico. –Doctor, por favor, es la muchacha epiléptica que resucitó. –Carajo, ¿es ella?

La mujer y el doctor corrieron hacia el cementerio. El rumor se había regado y casi todos los habitantes estaban pendientes del milagro. Cuando vieron llegar al doctor Leopoldo, le abrieron camino como cuando Moisés partió el mar. El médico podría decir si era cierto o no lo que estaba pasando. La cabeza de Leopoldo daba vueltas. Pero estaba muerta, se repetía. ¿O sería que no miré bien?

Cruzó la puerta del cementerio y vio el ataúd, con velas prendidas en las cuatro esquinas. Se acercó y abrió la tapa del féretro, casi sin querer, con temor de que el cuerpo se levantara de un salto. El cadáver siguió quieto. El médico le buscó el pulso, le tocó el rostro. Miro a la gente y dijo: –Aquí no hay resucitado. A veces un cadáver abre un poco los ojos, es normal; o el cuerpo se deshidrata y suda y moja el vidrio del ataúd. Eso pasó. Y volvió a su casa. Tranquilo. Había firmado la defunción de un muerto de verdad.

Texto agregado el 05-07-2020, y leído por 107 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-07-2020 Buen susto se llevó el médico, porque los muertos no resucitan. Y si por cansancio podría haberse equivocado, en buen lío se habría metido. Interesante relato. Saludos pastorga
 
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