Lo que antes eran nubes esponjosas, se habían transformado en grises y amenazadoras formas que trepaban por encima de la Sierra. El viento abrió las ventanas y sacudió las cortinas con furia, las sábanas se batían en el tendedero y hacía saltar como pájaros muertos a las pinzas rotas. Ariadna corrió hacia el patio y deshojaba con rapidez su ropa seca, de pronto la lluvia se precipitó pesadamente, sin interrupción. En la noche, las tejas empezaban a volar como hojas de árbol, la joven tuvo que tomar una escalera y reparar el techo con hojas de palma en pleno aguacero y colocar ollas de barro como recipientes para el agua de las goteras.
Después de tres días de un fuerte resfriado en cama y remedios caseros, Ariadna abrió su establecimiento, la panadería del pueblo. Tomó su delantal y se dispuso a amasar la harina; al dirigirse al estante por la levadura, accidentalmente dejó caer el bote de pimienta, ella se percató que no le hizo estornudar; sin embargo, limpió y siguió en la elaboración de sus productos. Al abrir el horno se dio cuenta que no percibía el olor del pan, aroma que siempre le recordaba cuando de niña visitaba a su abuelo a la panificadora, ni tampoco percibía el olor de la masa caliente o de los encanelados recién hechos, después de su gripe había perdido el olfato.
Al principio, Ariadna no prestó atención a esto, pero empezó a preocuparse cuando se le quemaban los panecillos y no percibía el olor a humo, y también, más que la pérdida de clientes, lo que le angustiaba era que las cosas que más recordaba en base a los olores, empezaban a desaparecer de la memoria. Un día, una mujer que compraba pan, al notar la tristeza de la joven le dijo: -Ten cuidado porque la tristeza llega y sin darnos cuenta nos acostumbramos a ella. Ariadna le contó su preocupación, puesto que ningún remedio medicado le devolvía su sentido ni sus evocaciones, así que la mujer le aconsejó que debía dirigirse a la casa de los aromas. Una casa en el pueblo, que otorgaba olores tan deliciosos y únicos que hacía evocar a cualquiera las memorias más distantes, porque era sin duda, que los olores eran los despertadores de recuerdos.
Ariadna llegó a la casa, cuyo jardín tenía muchas flores de colores y formas. Al golpear la aldaba, apareció Camelia, una de las nueve mujeres de aquella morada que tenía el nombre de una flor. Camelia, quien se caracterizaba por su obsesión a la limpieza, cuando escuchó la historia de Ariadna quiso responsabilizarse de su afección, pues no concebía que alguien no distinguiera el olor de lo sucio y sobre todo de lo limpio, que era el aroma que la hacia recordar, la agradable frescura del cuerpo recién lavado de su fallecido padre cuando salía de la ducha, y sintió un pellizco de nostalgia en el estómago, así que condujo a Ariadna al interior del hogar.
Cada vez que alguien entraba, aspiraba profundamente el olor a limpieza, incluso a los perfumes que cada mujer dejaba a su paso pero Ariadna no los notó. Camelia la condujo a la cocina donde se encontraba su abuela Flor y su madre Hortensia cocinando, pero ninguno de los deliciosos aromas de las ollas hirviendo lo percibía ni la transportaba a su pasado, ni tampoco el aroma que se desprendía en cada habitación donde estaban las demás hermanas.
De pronto, Camelia se acordó de sus productos de limpieza, entre ellos tenía uno que olía muy bien pero no limpiaba, y el que limpiaba no olía a nada, Ariadna pasó su nariz por el primero, cuyo olor era tan agradable e intenso que se quedaba prendido en la ropa con solo abrirlo, pero este no dio resultado. Camelia apretó la escoba que llevaba de la inquietud, pues le parecía que perder el olfato era muy grave, cuando había cosas tan buenas de oler en este mundo.
Ariadna quiso probar suerte con el segundo, y de repente, llegó a su memoria el olor especial del patio de la casa de sus abuelos, las sábanas limpias, el café recién hecho, el olor cuando acaba de llover, el césped recién cortado, el olor del placer cuando abres uno de esos dulces rellenos que se presentan envueltos, el de los libros nuevos y usados que anticipan horas de disfrute y promesas encerradas en muchas páginas. Ariadna había recuperado el olfato, su sonrisa volvió a su rostro pues ya no era una mutilada emocional, desde ese día tendría para siempre un olfato muy sensible, los olores volvían hacer metáforas que se prolongan en todos los objetos, en la leve brisa del aire abrasador. |