Era pequeñita y entrada en carnes, de una juventud que no se exteriorizaba ni en su físico ni en sus actitudes de señora conservadora. Fuimos compañeros por siete años en una oficina de la administración pública, empleo mal remunerado que nos obligaba a desdoblarnos en múltiples actividades para incrementar nuestros deslucidos ingresos. Marina Luz era su nombre y su labor consistía en recorrer diversas oficinas recopilando información que luego traspasaba a otra papeleta. En la repartición compartíamos actividades cinco personas, Marina Luz, la recién descrita, Juan Basáez, un empeñoso estadístico que de vez en cuando se aparecía con las más diversas mercaderías: chalecos de lana, longanizas de Chillán, productos de cosmetología, ropa interior, lámparas y repuestos de cocina. Se sumaba Heráclito Cañas, un bebedor consuetudinario, amigo de los amigos y enemigo de los buenos consejos, nunca le faltaban motivos para celebrar y como en cada una de esas incursiones captaba nuevos adeptos, estos se aparecían con frecuencia por la oficina para solicitarle algún favor. Y allí partía Heráclito con su particular remolino ondulando en la nuca, en pos de alguna solución. El otro compañero era Sebastián, un activista declarado de las Juventudes Comunistas, siempre sonriendo y siempre disintiendo. En aquellas tardes en las que escaseaba el trabajo, se armaban tremendas discusiones entre el embrión capitalista que era el Juan Basáez y el rojo Sebastián. Éste invocaba a su credo, conformado de máximas demasiado radicales para nuestros burgueses oídos. La señora Marina Luz se santiguaba, se golpeaba su voluminoso pecho con sus manitos regordetas y pedía perdón a Dios por este compañero descarriado. Sebastián desencajaba sus mandíbulas ante tanta pechoñería y le decía que cuando gobernara el partido comunista, la casa de ella sería expropiada para ser ocupada como sede oficial del partido. Entonces la pobre señora agarraba sus papeles y sudando a mares arrancaba a perderse de aquel, para ella, poseso personaje.
El bueno de Heráclito fue, sin siquiera proponérselo, ese elemento insospechado que se interpone en la vida de algunos seres, forzándolos de manera tangente a cambiar radicalmente de rumbo. Cierta tarde se apareció con un señor de mediana edad, estatura promedio, bigotillo ralo, al igual que algunos cantantes de tango de los años cuarenta, correctamente vestido de terno y corbata y sonrisa de teclado de piano. Gentil en extremo, nos saludó a cada uno aduciendo ser peluquero y que vivía en una pequeña pieza de residencial del barrio Club Hípico. La señora Marina Luz, que observaba la escena semioculta en su escritorio, se ruborizó persignándose de inmediato, acaso para pagar al contado un pecadillo de su pensamiento. Heráclito, bromista consuetudinario, se acercó a ella con el peluquero y se lo presentó a la pobre, que toda acholada, escondía su rostro detrás de las carpetas.
-Un gusto conocerla mi querida dama.
Ella, sonrojada hasta las orejas, no atinaba a responder nada y hasta el capitalista y el comunista olvidaron por un momento sus odiosidades para contemplar aquel impagable espectáculo.
El asunto fue que el peluquero, llamado Carlos, se fue aquerenciando con la oficina, llegaba con pasteles, sándwiches y variadas exquisiteces y poco a poco, quizás por imperio de sus acciones generosas, se fue haciendo agradable a los ojos pacatos de doña Marina Luz, que una tarde, más colorada que un tomate me susurró en voz bajísima: -¿Sabe Luis? Tengo que confesarle algo.
Yo, sumamente intrigado porque la señora ésta era la mar de reservada, me acerqué a su escritorio que más bien parecía un altar por la gran cantidad de estampas religiosas que le peleaban territorio a los documentos.
-¿Estaré pecando?
-¿Por conversar conmigo?
-No Luis. No sea pesado pues.
-No, si no bromeo ¿Por qué cree usted que está pecando?
-Me da no sé qué decirle.
-Dígame con toda confianza.
-¡Ay!
-Dígame nomás. O si prefiere, se lo dice al Sebastián.
-¡Nooooooo! ¿Cómo se le ocurre? Antes me mato.
-Cuente entonces de una buena vez, pues señora. Yo soy tumba y eso usted lo sabe.
-¡Ay si! Si es por eso que siempre hablo con usted. ¡Ya! ¡Le cuento nomás! ¿Sabe? Me gusta harto el Carlitos y…parece que… parece que…estoy…enamorada de él.
Me quedé de una pieza. Podría haber esperado que me dijera que se había olvidado de rezar algún padrenuestro, que estornudó en misa o que no pagó una manda, pero que estaba enamorada de ese señor con aspecto de tanguero, jamás de los jamases.
-¿Estaré pecando, Luis?
-No sé, eso queda en su conciencia, señora Marina Luz.
Y ella me quedó mirando con una expresión que mezclaba el miedo más profundo y el amor más sublime, cual fisonomía de una santa sorprendida manoseando un crucifijo con intenciones algo oscuras.
Carlitos perseveraba en sus atenciones: comistrajo, convites a cenar en algún restorán, engañitos de todo tipo, eventos en los que Heráclito y yo nos encaletábamos olímpicamente; más pasteles y más dulces y hasta un corte de pelo del que fui objeto y que fue pionero de los estilos actuales: irregular y como si se hubiese utilizado un machete. Pensé seriamente que el Carlitos aquel era un antepasado del Joven Manos de Tijeras. El rojo y el imperialista, coludidos, observaban con extrema curiosidad todos estos extraños movimientos, puesto que no sabían a que atenerse, más aún si ellos no tenían cabida en estos convites.
El esposo de la señora Marina Luz era un tipo que parecía haber firmado un pacto con algún dios del trabajo, puesto que estaba fuera de su casa día y noche y sólo se aparecía una vez a la semana para dormir las tres cuartas partes de esa gloriosa jornada y embeberse de la televisión el tiempo restante. Juro que lo ví con mis propios ojos, apoltronado en su sillón manipulando tres televisores, con sus respectivos controles remotos y preocupado, además, de grabar en una videocasetera alguna película de su gusto. En éste, su mundo, la señora Marina Luz no tenía cabida alguna. Por eso, la aparición de Carlitos vino a ocupar dentro de su corazón una vacante que estaba disponible quizás desde muchísimos años.
Los tórtolos comenzaron a coquetear, la doña fue olvidando sonrojos y pechoñeces y nosotros felices de disfrutar de los cada vez más continuos ágapes, Carlitos caballeroso y relamido, la señora Marina Luz despercudiéndose de sus años de ostracismo amoroso y los enconados rivales cada vez más unidos tratando de desentrañar la trama de este intrincado romance.
Una tarde sucedió por fin lo que tenía que pasar. La señora Marina Luz solicitó permiso para visitar al médico, pero nosotros presentimos de inmediato que el asunto era otro. Heráclito me cerró un ojo y sonrió con picardía. Yo comprendí que nuestros momentos de gloria comenzaban a morir para siempre.
Así sucedió en efecto. A la mañana siguiente, la doña apareció más sonriente que de costumbre. Ese día lo vivió entre los néctares de un recuerdo que ansiaba mantener campanilleando en su cabeza de mujer liberada. Todo fue dulzura en ella, reía por todo y hasta se atrevió a canturrear un romanticón tema de Camilo Sesto.
De Carlitos nunca más se supo. Indagamos por todos los medios y la única pista que pudimos conseguir fue que al parecer había viajado al sur. Lo extraño es que la señora Marina Luz no pareció sufrir con ello. Muy por el contrario, su carácter cambió radicalmente, transformándose en una persona mucho más comunicativa y hasta se atrevió a discutir acaloradamente con Sebastián, el comunista y francamente, yo diría que esa pelea la ganó ella con largueza. Sus creencias también tambalearon y del catolicismo emigró a la Iglesia Evangélica y de allí a la metodista. Cuando se había enrolado en un culto aún menos divulgado, falleció su trabajólico marido, quien alcanzó a sobrevivir apenas unos pocos días a su merecida jubilación. Por mi parte, nunca pude saber que fue lo que pasó por la cabeza de esta valiente señora desde aquel preciso día en que decidió dar un paso tan importante en su vida.
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