Cuando Leandro oyó al frente de su casa un golpe seco de algo duro y pesado al caer se asustó; corrió rápidamente a la calle, observó que se trataba del gallo de los vientos, una veleta de hierro forjado con perfecta forma de gallo que se había caído de su techo.
Mientras subía por la techumbre para amarrarla, la abuela Ema cuyo viento le amotinaba el blanco cabello, dijo: -En Marzo la veleta, ni dos días está quieta. Luego entró a la casa y volvió a hamacar su gastado cuerpo de vieja en su mecedora de madera, pero antes de haberse adormecido susurró con sus labios agrietados, pronunciando las siguientes palabras, como si de un viejo conjuro se tratara: -Aun cuando la brisa es más fuerte, la veleta girará siempre en la dirección del viento.
Leandro bajó de la escalera y sin darse cuenta, la veleta quedó apuntando erróneamente el norte. Cuando pasó al lado de la abuela, ella despertó pero no reconoció a su nieto, ni a sus hijos. Era una mujer perdida en el laberinto de su memoria, miraba de forma extraña a su propio esposo, y a los familiares que la rodeaban, no reconocía a nadie.
La noticia se esparció rápidamente en el pueblo, porque Ema, se caracterizaba por tener una vitalidad más propia de una chica de 20 años y una memoria prodigiosa, ya que lograba llamar por su nombre a todos los lugareños, incluso aquellos que escuchaba apenas una vez. Leandro se acercó a ella, la tomó del brazo y la llevó de vuelta a la mecedora. Se quedó acompañándola hasta que vinieron los vecinos que se llenaron de consternación.
Al siguiente día, cuando Leandro salía de la casa, la encontró mirando las paredes que estaban formadas por fotos sepia del pasado, pero perdida, como en un laberinto de sombras; sus ojos expresaban un terror supremo y un horror absoluto. Confundió a Leandro con el médico del pueblo, y Leandro pensó, que su abuela, aunque hubiera perdido la memoria, no significaba que debía ser olvidada. Se acercó a ella, y sonriendo dijo: -Aún no has perdido los recuerdos, si hubieras perdido todo no podrías ni hablar. Y sin dejar de sonreír le revelaba cada día, una historia de los personajes de las fotografías.
Con el pasar de los días, Leandro sentía la necesidad de estar con ella, se dio cuenta que su abuela, había desarrollado una memoria fabulosa partiendo de cero, todo lo que le narraban, no lo olvidaba; escuchaba con un deleite imperecedero cada relato inventado, y descubrió sin proponérselo, que se había vuelto cuentero.
La ráfaga de lucidez volvió, cuando el viento de Marzo llegó a su fin y puso la veleta del gallo grande, flaco, y panzón en la posición correcta. Se estaba llevando una galleta a su boca, con sus manos blancas y marchitas que temblaban vacilantes, y como si hubiera estado dormida, despertó, lúcida, dueña de una memoria prodigiosa que recordaba hasta el sabor de la leche materna.
Cada año, cuando llegaban aquellos vientos, la veleta de cresta brillante de bermellón y naranja oxidada, perdía el norte, entonces, la mujer longeva confundía de nuevo a Leandro con el médico del pueblo, empezaba hablarle de remedios caseros para determinados problemas; de eventos pasados con bastante claridad y solicitaba que continuara contándole sobre el último cuento contado. |