Durante mucho tiempo corrió como una especie de leyenda urbana. Hasta que aparecieron las pruebas; momento en el que a la leyenda se le hubo de dar visos de verdad inequívoca.
Con todo, se sabía que había una mano común detrás de ello, pues los niños nacían con una marca inconfundible detrás de la oreja izquierda.
Se pensó, en un momento posterior, y dada la concurrencia de tal distingo genético, en la existencia de algún guapo butanero. Vamos, lo típico. Pero se hubieron de buscar otras coartadas diferentes a las butaneriles por no concurrir en butanero alguno aquel signo tan distintivo. Se echó mano de los curas de las parroquias; pero tampoco, pues detrás de la oreja izquierda no tenía ninguno otra cosa diferente a un trozo de piel sin marca alguna.
Siguió el misterio, ante el mutismo de las embarazadas; momento en que se creó la leyenda.
Mucho tiempo después- como diría García Márquez- se descubrió el pastel. Y por un hecho casual. Todos los niños que portaban el rastro tenían una facilidad extraordinaria para la pintura.
Por aquel tiempo corrió también la noticia del desorejamiento del Señor Vincent van Gogh. Y ahí estaba la prueba. Facilidad para la pintura y lunar post pabellón auditivo.
Se dirá que en aquel tiempo no había butaneros para sospechar de ellos; pero no se le escapará al lector que lo que sí había eran curas.