El grupo de amigos tenían cada tarde, un encuentro en los tejados, allí hablaban de todo. En este sitio sentían que el silencio, parecía llevado a otra parte. Les gustaba contemplar el cielo, buscar formas en las nubes, observarlas sin el artificio de la mente; sentir la brisa tocada por el sol rozar la piel, ver el cielo naranja sin pensar en la noche que espera y jugar al juego de la pelota. Arrojaban una pequeña bola lentamente, y cada uno en su respectivo tejado de su casa la agarraba en el aire, pero cuando veían que se aproximaba Dominique, uno de ellos guardaba la pelota en el bolsillo del pantalón, porque para el grupo de amigos, jugar a la pelota con el que llamaban “el zurdo”, era difícil y no se acostumbraban.
Para Dominique no era fácil que muchos de los elementos del mundo estuvieran contra él: las tijeras, los abrelatas, las herramientas, y la dificultad en clase por tener que escribir con el cuaderno apoyado sobre sus rodillas desde que la Alcaldesa hizo cambiar los bancos con mesa por sillas con un brazo ensanchado para sostener. Un mundo pensado para los diestros.
Disfrutando de horas de conversación, horas de cháchara diaria, Dionisio, quien dormía con la gorra de visera en el rostro, sintió que la pelota se salió del pantalón y esta empezó a rebotar por el tejado. Bruno y Crisanto trataron de tomarla pero esta rebotaba sin para en los techos, en las ventanas y en los balcones. Una mujer salio por la ventana gritando: Cuidado con los vidrios!. Los jóvenes saltaban como gacelas de techo en techo. La pelota terminó en el tejado de Don Diógenes, un hombre bastante mayor, cascarrabias, que lo tenía todo pero nadie sabía porque vivía tan amargado, se la pasaba refunfuñando que el mundo estaba al revés.
Aquel tejado colonial, se veía inseguro, pero Dominique se lanzó a la aventura; con pasos lentos pero seguros como los de un gato, tomó la pelota, y en ese momento, el techo se desplomó, y cayó en una cama acolchada. Diógenes, agarró bien fuerte de las orejas al joven, lo llevó a la casa de su madre quien lo recibió con esa lluvia constante de frases repetidas que, como todo aguacero sonso, remoja y mortifica sin alcanzar a lavar y es el continuado y monótono regaño llamado cantaleta. Como castigo fue obligado a trabajar por una semana en diversos oficios en la casa del anciano.
Al día siguiente, el octogenario ordenó al joven buscar unas herramientas en el cuarto de San Alejo, un cuarto donde se metía cuanta chuchearías viejas e inservibles resultaban en la casa. Cuando fue abrir la puerta, encontró que curiosamente la cerradura se abría del lado izquierdo. El cuarto tenía por lo menos cinco años de no ser aseado. Las tijeras de podar al igual que libros, cuadernos y cuanta cosa se podía imaginar estaba hecho para zurdos y entonces comprendió de donde radicaba el mal humor del anciano, porque en su casa todo era fácil, y cuando salía a algún lugar, estaba desorientado y decía que el mundo estaba al revés, cuando el zurdo era él.
Dominique se había adaptado a un mundo adaptado para los diestros, aquella casa lo hacía sentir en un mundo ajeno, exótico, desconocido y familiar a la vez. Los oficios obligados los realizó con mucho entusiasmo y después que terminó siguió yendo allí, porque también descubrió a un amigo íntimo, verdadero, conocido desde siempre. |