La abuela tomó un gran cucharón, lo introdujo en la olla hirviendo y probó sin gesticular dolor, tomó un fuelle hecho con hojas de palma y sopló, soportando indemne y sin inmutarse, el calor de los tizones. Agregó varias tazas de leche, azúcar, canela y con sus dedos regordetes espolvoreó una pequeña cantidad de piel de limón, y al abrir el cazo de arroz para sumergir en la mezcla, se percató que no alcanzaba, así que llamó a su nieta Rosa que estaba jugando para que fuera donde su comadre por más.
Al entrar a la cocina, la joven restregó los ojos molestada por el humo. La olla empezaba a hervir y derramar la sustancia, Rosa lo observó y alarmada miró a la abuela, pero ella con su fuelle y su sabiduría dijo:
-Cuando la olla hirviendo se desborda, ella misma se calma.- La adolescente, tomó un perol del estante y molesta se marchó por la interrupción de su juego con sus hermanas.
La noche estaba luminosa, la luna era el ojo de Dios que bañaba los árboles y las casas del pueblo. La joven de la cabellera pelirroja y ojos verdes, atravesó la calle de los abanicos y al terminarla se detuvo asustada, ante sus ojos aparecía el cementerio, su hermana Jazmín la aterrorizaba y le hacía bromas para divertirse viéndola correr. Rosa, tenía la seguridad que aquella calle a esa hora estaría concurrida, pero se equivocó, respiró profundo, apretó su vasija y siguió su marcha muy rápido.
En sentido contrario, vio venir a una anciana con un trapo blanco en la cabeza, de tez clara, una blusa blanca y la falda del mismo color que le llega más abajo de la rodilla. La encantadora visión de la mujer anciana con un girasol en la oreja, era razón suficiente para alejar de su mente cualquier otro pensamiento de nerviosismo. La mujer a lo lejos, levantó su cabeza, miró a Rosa a los ojos, y sonrió abiertamente. Fue una sonrisa amplia, sin humor, sin confianza, las arrugas surcaron su frente, luego se tornó malhumorada y soltó una carcajada retumbante.
La joven pelirroja la observó desplazarse flotando ligeramente hacia ella, arrojó su vasija, no pudo gritar, la voz no le salía y sintió que se le erizaban los vellos, a los pocos segundos emitió un grito de pánico con la voz de un hombre, giró su cuerpo y se echó a correr con la velocidad de una locomotora. Llegó a casa gritando, su abuela al verla en la puerta con el rostro tan pálido que no se le notaban sus habituales pecas, se asustó, apagó el fogón y salió a su encuentro. Sus seis hermanas con nombres de flores intentaron tranquilizarla y la llevaron a su cuarto.
Jazmín aplicando un trapo húmedo en la frente para apaciguar la fiebre, la interrogaba pero ella no respondía. Los vecinos empezaron a llegar inquietos por lo que la joven había visto y como velorio donde los conocidos van a saludar a los deudos, se sentaron en sillas pegadas a la pared tomando café. El herrero con otros hombres armados con antorchas, guadañas, palos y otras armas espontáneas, se dirigieron a aquel lugar. La anciana del girasol en la oreja, observaba desde una colina las luces titilantes de las antorchas.
Al siguiente día, en el parque del pueblo, rodeada de un numeroso público, Rosa contaba la historia de terror como una gran cuentista, manteniendo el ritmo en la narración con silencios, que creaban gran expectativa, miedo y asombro. Dos hombres de batas blancas que nadie había visto, escuchaban estupefactos el relato, renunciando a la búsqueda de la vieja loca del girasol. Cada año, en el día en que apareció la anciana, la calle estaría siempre desierta. |