En el interrogatorio me hicieron un cúmulo de preguntas, unas como resultado de otras, otras contrarias a las demás. Me señalaron todo el tiempo como el culpable del asesinato de una mujer, y su hijo de pocos meses de edad. Fueron horas atosigantes, en las que solo me dieron un par de cigarros y un jugo. Al principio estuve muy tranquilo, pero al paso de las horas comencé a dudar hasta de mis acciones. Ya no sabía con seguridad si, como lo afirmé siempre, estuve ese día comprando en un mercado callejero al otro lado de la ciudad de donde ocurrió el asesinato doble. Nunca lo dije, pero poco a poco me convencían de que yo había sido el homicida; sus palabras eran sugestivas, más las de la agente Carol.
—Tú —hizo una pausa pequeña—, sí fuiste al mercado. Pero no ese día. Estás confundiendo todo. No sé qué día fuiste, y la verdad no me interesa. Míranos. Nosotros dos y varios agentes más hemos visto el video de seguridad del vecino de esa familia que asesinaste. Y para tu mala fortuna, es un video claro y de alta calidad, y ahí apareces.
—No tiene salida este estúpido. Ni te esfuerces en explicarle, ¡confiesa, imbécil! —El agente Doiss golpeó sobre la mesa con sus puños a pocos centímetros de mí.
Le dije lo que repetí toda esa noche, que no sabía de qué me hablaban, que yo había estado todo el día en casa, y a esa hora comprando en el mercado callejero. La cara de decepción de ambos me hizo dudar más.
—Va a querer argumentar locura o amnesia.
—No puede. En el video se ve claro cómo trata de esconderse al entrar y salir de la casa. También, en la cámara de un negocio más adelante, se ve con claridad cómo se deshace de unos guantes de látex con manchas rojas. Estás jodido, imbécil. Ya estamos buscando esos guantes.
De todos modos la defensa que contraté no vio viable la estrategia de amnesia temporal ni locura.
—¿No los mató? Conmigo puede tener confianza. Además, estamos en un lugar privado —Me pregutó Magnes Forttman, el mejor abogado de toda la ciudad. Un hombre mayor, con un rostro de ternura infinita.
—He dicho la verdad, señor Forttman. Yo estuve en el mercado...
—…Bueno, está bien. Como sea. Eso ya no lo vamos a discutir, pero tendremos que ser muy inteligentes a partir de aquí —dijo— y se puso a buscar algo en sus notas.
Me dijo que, efectivamente, yo aparecía muy claramente en el video proporcionado como prueba. Pagué una suma descomunal para la fianza y pude seguir el procedimiento desde casa. Se me informó que no podía salir de ahí y se asignó a un par de policías a que me vigilaran. Ellos no hacían nada, ni se metían conmigo. Como me habían colocado un brazalete con localización satelital, uno se sentaba en el sillón de la entrada y se pasaba todo el día ahí, el otro en la cocina o en el balcón. El brazalete, imposible de quitarse, sonaría si me alejaba tan solo un metro de los límites de mi casa, mandaría mi localización todo el tiempo y soportaba todo clima.
Un día vi cerrando los ojos de sueño al policía del sillón. Dobló su cuello y se quedó dormido como bebé. El otro estaba en el baño. Mil cosas pasaron por mi cabeza. Me acerqué a la ventana que da al parque junto a mi casa. La abrí. Entonces, a punto de seguir con mi plan, vi a un hombre idéntico a mí, cruzar por la vereda frente a mi casa. Volteó, cerró los ojos como hago yo cuando quiero enfocar un punto a la distancia, me sonrió como yo lo hago y me dijo adiós.
|