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Inicio / Cuenteros Locales / Vaya_vaya_las_palabras / Los poemas de Lila

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Cuando leí los peomas de Lila, enseguida comprendí que estaba frente a una escritora genial y, sin embargo, injustamente desconocida. Feliz por el hallazgo, de inmediato corrí a comprarme todos sus libros, dándoles un lugar destacado y merecido en la biblioteca, al lado de mis escritores preferidos y consagrados. Desde entonces, casi todas las noche y antes de dormirme, era mi costumbre leer los poemas de Lila.

Tampoco me cansaba de mirar su fotografía en la portada. Me dejaba hipnotizar (hasta quedar asombrado y satisfecho) por la candidez y profundidad de su mirada casi pueblerina. Lo mismo me ocurría con su biografía, la cual distaba mucho de lo más estrictamente formal, requisito casi siempre indispensable para ingresar en el mundo de la alta literatura. Pero Lila no. Ella no necesitaba de eso, sin estudios académicos o doctorados sus versos habían conseguido lo que casi ningún otro (salvo raras excepciones): es decir penetrar como flechas agudas y veloces en mi alma, de una manera misteriosa y poco frecuente.

Su último libro había aparecido hacía casi dos años (Puntas de miel y abejas). Así me lo confirmó la editorial que había trabajado con ella. Desde entonces nadie había vuelto a tener noticias suyas. Parecía que la tierra se había tragado a una escritora con tan enorme talento, espíritu y proyección, quedando de ella solamente sus libros, además de una dirección de e-mail caída en el más absoluto desuso, un medio de comunicación obsoleto que, tal vez por eso, la editorial se dignó a compartir conmigo, un desconocido admirador.

La dirección de mail era: lila_in_pink@hotmail. Al principio me causó un poco de gracia porque era muy parecido al de mi novia: Laura_the_pink_panter@hotmail. Yo siempre le decía que una estudiante de arquitectura no podía tener esa dirección de mail tan infantil. ¿Dónde estaba la seriedad, caramba? ¡Pink Panter! Pero Laura era así, nunca me hacía caso aunque estuviera dispuesta a sonreirme y hasta hacerme algún chiste al respecto, para después meterse de lleno en sus planos y mesa de trabajo. Era lindo mirarla trabajar, su sensualidad al llevarse a los labios una taza de café, después mirar hacia la ventana, distraerse con el vaivén de las copas de los árboles, tomar un poco de aliento y volver a la carga con su trabajo. Por supuesto, del asunto de los poemas de Lila, de la editorial y del e-mail, no le dije nada. El ritmo de Laura le hubiera impedido comprender la importancia que yo sí le daba a esas cosas, tonterías para ella. Vaya uno a saber. De lo que sí yo estaba seguro era de su prioridad, que durante aquellos días estaba en un importantísimo proyecto de edificios, en el cual se quemaba las pestañas todas la tardes.

Y claro, apenas apoyaba la cabeza en la almohada, Laura se quedaba dormida. En realidad yo le envidiaba esa facilidad para olvidarse de todo, esa convicción de que a la mañana siguiente no haría falta nada más aparte del desayuno, del teléfono, los planos y la computadora. A mí, en cambio, que trabajaba casi a la par de ella, lo único que me hacía feliz a esa hora tan silenciosa era traer de la biblioteca algún libro de Lila para leerlo en la cama, disfrutar de ese sentido tan hermoso y verdadero que en cada uno de sus versos ella había puesto. Era eso o únicamente mirar su foto, o leer su biografía aunque ya la supiera casi de memoria. Porque la entera imagen de Lila era también la imagen de su poesía. De alguna extraña manera su poesía estaba en su mirada, en el brillo de su pelo, en el sombrero que la protegía del sol. Lo mismo podía decirse del paisaje en el fondo de la fotografía, aquel patio rodeado de árboles, y más atrás la falda de una montaña; todo atrás de Lila, pero al mismo tiempo dándole vida, o al revés, ella dándole vida a un fondo sin demasiado color, casi casi en blanco y negro.

Supongo que de tanto leer sus poemas en seguida empecé a recitarlos sin darme cuenta. Cuando manejaba por la autopista o hacía las compras en el supermercado, en cualquier momento los versos de Lila me tomaban por sorpresa. Y sí, sorpresa. Porque soy lo bastante sincero conmigo mismo como para aceptar que pronunciar en voz alta cualquier cosa que no sea una canción pegadiza es bastante extraño. Pero me negué a darle importancia, después de todo no significaba gran cosa, solamente el mecanismo natural de traer a la luz del día los poemas de Lila que había leído durante la noche. Hasta que comprendí que no, había algo encerrado en ese asunto. En realidad resultó ser una advertencia que, al principio, no fui capaz de escuchar. Eso lo super por Laura, nada menos que por medio de ella. Ella me lo dijo una madrugada, echa una furia. Así me enteré de que por las noches yo pronunciaba, audible y perfectamente, el nombre de Lila mientras dormía al lado de Laura, nada menos que al lado de Laura.

Es difícil mentirle a una mujer, sobre todo cuando está enojada y tiene sus cinco sentidos enfocados en un asunto particular. Incluso podría ser verdad aquello de que en ocasiones su sexto sentido se activa de una manera brutal. Por eso fui sincero con con Laura, le fui con la más absoluta y absurda y pura verdada. En cambio ella me miró con una cara, como preguntándome si le veía la cara de tonta, o qué. ¿Esa tal Lila, una artista? ¿Esa tal Lila, una poeta? Qué podía tener de especial una artita o una poeta para que vos, novio, hayas pronunciado su nombre tres, cuatro noches seguidas y en voz alta mientras dormís al lado mío, ¡eh!. Y sí, el reproche de Laura estaba bastante justificado. Conociendo su carácter, era de esperar que le resultara difícil digerir una situación así. Casi en silencio y estoícamente escuché sus preguntas multiplicadas hasta al infinito. Hasta que, enojada, la vi levantarse de la cama y meterse en el baño, cerrando la puerta con todas sus fuerzas trás ella.

Solamente a la mañana siguiente pude conseguir que me escuchara. Por supuesto, ya le había mostrado uno de los libros de Lila en mi mesita de luz (Los dinosarurios rosados), prueba rotunda de que verdaderamente se trataba de una escritora profesional y no de una cañita al aire, o algo así. De todas formas, Laura se resistía. Al mediodía la llamé por teléfono desde el trabajo y escuché su tono de voz un poco más calmado. A la noche me animé a abrazarla y a bromear un poco. Y cuando nos metimos en la cama saqué el tema y con mucho esfuerzo le hice entender que ninguna escritora profesional y que publicara libros podía fijarse en alguien como yo, todavía un modestísimo arquitecto de camisa y corbata. Lura me sonrió y me dijo sos tonto, eh. Nos abrazamos fuerte y yo entendí que eso me daba también la autorización para volver a la biblioteca y disfrutar de los poemas de Lila.

Por supuesto, jamás le dije a Laura acerca de la dirección de mail que me había facilitado la editorial, y menos pensé en decirle que ya le había escrito por lo menos tres veces a Lila, y que, en la tercera oportunidad, increíblemente me había respondido. Así comenzó un hermoso y secreto intercambio de palabras entre Lila y yo. A veces no podía creerme que fuera ella, la misma Lila capaz de crear un mundo con tan solo sus versos. ¿Era fecilidad? Cuando tenía alguno de sus libros en mis manos sentía justamente eso, y la mirada se me perdida en el techo o en cualquer rincón de la habitación, mientras escuchaba apenas la respiración de Laura al lado mío, bajo las sábanas. Los poemas de Lila era tan distintos a todo lo que yo había leído, que no podía hacer otra cosa que elogiar y agradecerle a su autora en cada mail que le enviaba. Y la respuesta llegaba, siempre agradecida, siempre descriptiva, perfecta.

Lila me confesó que seguía escribiendo poemas. Claro, eso yo lo sabía a mi manera. Y casi no pude contener la alegría cuando generosamente me envío material inédito. El poema se llamaba «El amor tatuado». Después de su lectura, me quedé como suspendido en el tiempo y en el espacio. Después lamenté muchísimo su decisión de no publicar nunca más. Había tantos poemas que no saldrían a la luz, como Lila y su gran talento se merecían. En nuestros primeros intercambios de mails ella me había confesado eso, y sin embargo, una noche, al revisar ansiosamente mi computadora, el último mail de Lila me daba alguna esperanza. Con palabras que solamente ella podía escribir, reconocía que, casi sin pensarlo, en los últimos días había empezado a reevaluar muchas cosas.

A Lila le dije que yo era soltero. Tal vez hice mal, aunque entre Laura y yo las cosas marchaban correctamente, o al manos eso me parecía. La noche anterior habíamos salido a cenar y Laura había estado contenta; claro, no tan contenta como en otras ocasiones, pero lo mismo contenta. Hasta que a la mañana siguiente, cuando me senté a la mesa para acompañarla a desayunar, descubrí que su taza de café estaba a punto de vaciarse, y eso me pareció tan extraño. Laura desayunando sola era algo muy muy raro. Entonces se quedó mirándome, solamente mirándome sin decir nada, con una inquietud que me sacó las ganas de sentarme y empezar a sorber de mi taza.

Entonces sucedió. La vi ponerse de pié y caminar a paso firme hacia la ventana, donde el sol brilló contra su largo pelo. En ese momento sucedió. Laura se dio vuelta y con una mirada que yo nunca le había visto me dijo que quería conocerla. Lo dijo así, de una manera («quiero conocerla») que me hizo estremecer por dentro. Al principio creí que era una broma pero Laura ni siquiera pestañeaba. Y en ningún momento pronuncio ese nombre, no dijo «Lila» ni tampoco «escritora» o «poeta». Yo tampoco lo dije, ya demasiado lo había pronunciado durante las noches, a oídos de Laura. Verla de pié al lado de la ventana, mirándome así, me parecía una escena terrible. Adelante de Laura empecé a caminar de aquí para alla con la esperanza de que estuviera jugándome una broma pesada o algo así. Se lo pregunté de nuevo y cuando me dijo con esos ojos «no es broma», pensé en arriesgarme, en jugar a ignorarla o en hacerme el ofendido o cualquier otra cosa. Pero nada de eso hubiera servido contra Laura. Ella sabía jugar ese juego mejor que yo, muchísimo mejor. Aunque yo pensara en excusarme de mil maneras, incluso en la posibilidad de correr a abrazarla ahí junto a la ventana o comprarle flores o invitarla al cine, Laura sería solamente una estatua que me hubiera repelido solamente con su inmovilidad, esperando con paciencia hasta después del mediodía para decirme «preparate, porque en media hora salimos». ¿Pero salir a dónde, Laura? Pero por supueto, yo sabía a dónde. Obvio que sabía.

El almuerzo no me había pasado por la garganta. De pronto sentí a Laura de pié a mi lado. Me dijo que ya era la hora. Después escuché que agarraba las llaves del auto y salía. Ya era tarde para resistirme, para torcer su decisión o sacarle esa idea descabellada. Ahora sus piés bajaban por las escaleras mientras yo pensaba en lo imposible que era escarbar y escarbar en la cabeza de una estatua sin romperme las uñas. Lo mismo hubiera sido quedarme callado o decirle a Laura «está bien, pero andá vos sola» o «te acompaño». Así ocurría a veces con Laura.

Ella estaba esperándome en el auto, con la puerta abierta y las manos agarradas al volante. Para empeorar las cosas, se había puesto un sweter rosado. Desde el momento en que puso el auto en marcha, habló solamente de cosas cotidianas, casi ridículas, siempre mirando hacia adelante. Yo, en cambio, miraba el pavimento con ganas de saltar sobre él, incluso cuando el auto corría a más de cien kilómetros por hora. Pronto dejamos atrás la ciudad. Yo me resistía a mirar el horizonte y mi propio silencio me condenaba. Sin embargo, a cambio de que abandonara esa idea descabellada, se me ocurrió que podía hacerle promesas a Laura, decirle que los poemas y todo eso era una tontería que podía regalarse a los amigos o a la escuela del barrio. Pero cerré la boca porque hubiera sido como echarle más leña al fuego. Las únicas palabras que encontré me sirvieron para insistirle inútilmente a Laura, para pedirle que diera la vuelta y regresáramos. La respuesta de Laura fue, otra vez, «yo quiero conocerla y supongo que vos también». Eso, además de arreglarse el pelo y apretar el pié sobre el acelerador cada vez más a fondo.

Después de hacer quince kilómetros de ruta, Laura disfrutó de pegar el inevitable volantazo a la derecha. Desembocamos en una rotonda con un enorme cartel de bienvenida, el símbolo de que habíamos llegado. Aunque yo no le veía la cara, imaginé que Laura tenía una leve sonrisa de satisfacción. Por supuesto que habíamos llegado. A esa altura estaba clarísimo que habíamos llegado. Me acordé de la biografía en los libros de Lila y me reproché tanto no haberlos quitado de la biblioteca, esconderlos de la mano curiosa de Laura. Cuando la vi bajarse del auto de esa manera, examinar a los lugareños y el paisaje, los árboles y las montañas con la nariz un poco alzada, se me ocurrió preguntarme si Laura había leído algo de Lila, si había sentido curiosidad de sus versos y, en ese caso, qué le había parecido.

Todo le resultó fácil a Laura. Con preguntas concisas a un par de parroquianos rastreó ese lugar donde tal vez yo hubiera llegado de otra manera, en otras circunstancias. «Quiero conocerla» había dicho Laura, y ahora estaba a punto de cumplir con su palabra, con su deseo, con su capricho o con su revancha. Yo solamente podía mirarla desde lejos y adivinar que iba a detenerse frente a la puerta de esa casa con paredes encaladas. Había reconocido el patio, también los árboles y la falda de la montaña contra un cielo clarísimo, el sitio preciso la fotografía. Mirando a Laura, me dio la impresión de que parecía fuera de cuadro en ese lugar, como si el entorno y ella fueran polos opuestos, sobre todo cuando empezó a caminar de esa manera, con ese paso aún más resuelto, rozando la turgencia de su cadera contra la pared mientras yo solamente podía asombrarme y mirarla, mirarla y asombrarme. No era posible que Laura estuviera haciendo eso. Dos hombres que pasaban en bicicleta vieron a Laura y le dijeron algo aunque no pude escuchar qué. Una grosería, seguro. Para colmo ella sonreía, en realidad yo no podia verle la cara pero, aún así, podía jurar que estaba sonriendo, feliz de que yo fuera testigo de todo eso. Esperé a que siguiera caminando, porque tenía que seguir caminando hasta detenerse frente a la puerta de esa casa y llamar y esperar y volver a llamar hasta que la otra (¿cuál era su nombre?) se asomara para decirle buenas tardes, señorita, quién es usted y qué desea, sin sospechar que Laura era mi novia y que yo, quizás su más grande admirador, estaba de pié a unos metros escuchando su voz, haciéndola coincidir con su poesía que me había parecido inigualable, en incontables noches mirando su foto. A esa distancia yo no podría verle la cara, tampoco su sombrero si es que lo llevaba puesto, aunque, en realidad, eso ya no importaba tanto. Porque en lugar de llamar a la puerta, Laura pasó de largo, siguió más allá con su sweter de color rosado ahora arremangado, con los cordones de sus zapatillas desatados y con su pelo recogido. Podía ser solamente mi impresión, pero Laura parecía más libre que nunca. De pronto se dio vuelta para mirarme un brevísimo momento. Seguro quería mostrarme su hermosa mirada y el perfecto perfil de su rostro. Pero yo estaba como petrificado, sintiéndome como una estatua. Hasta que vi a Laura desaparecer en la primera esquina. Sin creerlo todavía, y a pesar de no poder verle la cara supe con total certeza que ella se estaba riendo, contenta de su obra, feliz de darme una lección para toda la vida y entonces sí, hacerme correr trás ella con todas las fuerzas que podían mis piernas para alcanzar su sweter rosado y abrazarme a él como si fuera nuestro último día, mi última oportunidad para confesarle a Laura que no existía en el mundo mejor poesía que la suya, oh sí, Laura, amor mío, esa poesía que tenías tan bien escondida.

Texto agregado el 18-06-2020, y leído por 371 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
13-09-2020 Un cuento estupendo. Hay un momento en que se intuye el final, pero lo sorteas con acierto. Justine
06-07-2020 Peligrosa obsecion. Muy bien narrado, nos fuistes llevando con ese estilo tuyo tan particular de ecribir. Un lujo leerte. jaeltete
30-06-2020 Si no me equivoco,Laura es Lila. Por ese motivo pudo soportar ese amor que obviamente sentías y que de otra forma,te habría dejado. Ella te conquistó y lo hizo más fuertemente con la poesía. Esplendido,como tuvo guardada a la poeta de tan bello sentir... //Hasta que comprendí que no, había algo encerrado en ese asunto. En realidad resultó ser una advertencia que, al principio, no fui capaz de escuchar//***** Un fuerte abrazo. Me dejaste impactada... Un fuerte abrazo Victoria 6236013
26-06-2020 Me encantó esa narración tuya!!! Un beso. MujerDiosa
20-06-2020 Vaya vaya aplausos a tu narrativa yosoyasi
19-06-2020 Muy bien retratada esa Laura tenaz y decidida que trata con sus recursos de ir diluyendo del alma de su novio esa poetisa que ya había devenido en obsesión. Un muy buen cuento, a tu estilo, con ese tono pausado, reposado, entregándonos de a poco los pormenores del relato y nosotros gustosos recorriendo de tu mano para aguardar ese final de fiesta. Un abrazo grande, amigo. guidos
18-06-2020 Chispeante texto hermano. Todo bien, excepto la obsesión de Laura por conocer a lila. Hay amores platónicos.. . Si. Cinco aullidos en letras Steve
 
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