Hace mucho tiempo, en el pueblo, los habitantes recibían cada año diferentes vientos. Por ejemplo; el viento del norte que es cálido y húmedo, como también el viento del sur que era muy frío, luego venía el viento huraño que se escondía de la gente, después el viento juguetón, aficionado a jugar o retozar, luego el viento gruñón, que hacía ruidos con frecuencia, el viento desazón, que producía un pequeño dolor de cabeza o el viento perezoso que era lento y pesado.
Pero entre todas las clases de vientos los habitantes no querían al viento bravío. Empezaba con una pequeña brisa y luego se transformaba y se volvía como una enorme bestia feroz, indómita, salvaje. Arrancaba las hojas de los árboles, desamarraba los mástiles de los buques, destechaba casas, arrasaba con los campos de trigo y de flores, y producía en algunas personas sentimientos de enojo e ira. Por suerte, el viento bravío duraba pocos días.
- ¿Por qué existirá un viento así? Se preguntó Juan, el herrero del pueblo.
Su viejo padre le dijo: - Hijo, tal vez el viento bravío se comporta así por que nadie lo ha estimado, tal vez tenga algún tormento o simplemente necesite de una caricia.
Pero padre, ¿Cómo se le puede dar una caricia a un viento? – Dijo el herrero.
El padre contestó: No lo sé, solo sé que una caricia disminuye un dolor emocional y nos hace sentir importantes para alguien, es simplemente una demostración amorosa.
El hijo entonces, fue a su taller y construyó un peine de metal muy pero muy grande. El herrero pensaba que, si el viento pasaba por los dientes del peine, sentiría como si alguien rozara suavemente con la mano su largo cabello.
Desde entonces el peine de viento continúa en este pueblo. El viento bravío nunca más se sintió. Para la época en que los aldeanos lo esperan, solo se siente una suave brisa que pone a la gente feliz. ¡Ah! y un poco vanidosa.
Cuento inspirado en la escultura del artista Eduardo Ramírez Villamizar (Q.E.P.D) |