Contemplo mis manos que marcan la distancia máxima entre los dos lados de mi tronco al extender los brazos, mis pulmones y corazón quedan expuestos, frágiles ante cualquier adversidad que pueda aparecer delante de mi, cualquier temblor que pueda sacudir mis adentros y remover todo lo que había conocido, mi respiración y latidos alteran el ritmo según cambia el calor o el frío que recibo de lo exterior, de todo lo que fluye más allá de la caja orgánica que me envuelve y dejo abierta en ese instante. Es el momento en el que nos convertimos en imanes que según sus polos se atraen o se repelen dependiendo de la vivencia, de la circunstancias que percibimos, mientras mantenemos la posición del inicio de un simple e importante abrazo. Pero no siempre podemos abrirnos de ese modo, no todo el mundo comprende ni sabe interpretar el acto en si, todo lo que conlleva una exposición de esa magnitud, no por ignorancia sino por el simple hecho que cada caja orgánica es un universo totalmente distinto al otro. Es muy difícil la conexión, la conexión real.
Ahora mientras mi mirada se pierde mis manos, mis brazos vuelven a su posición natural, a la posición de protección de mi interior contra mi mismo y me convierto de nuevo en esa crisálida, en ese caparazón que siempre he tenido, que siempre he sido. Mientras mis recuerdos van ocupando su sitio en esos cajones que amueblan mi mente. Algunas veces tardo más otras menos pero siempre acaban guardandose.
El tiempo es efímero si se compara con un todo.
Y el todo es algo realmente inalcanzable.