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Así lo dejó dicho su padre, en el Registro, aquella lejana mañana que la llevara a inscribir. Al registrador hubo que sacarle la legislación sobre nombres, que aportó solícito el secretario. Se habían acabado las ortodoxias. Si el nombre no era ofensivo ni se daban otras cuatro o cinco circunstancias impedientes más, se daba el plácet automático a la inscripción. Se lo había pedido la mujer. Gumersinda se llamaba. El atentado contra su persona que consideraba aquel nombre la había determinado a obrar así.
Era-hija de Gumersinda y de Andrés-nació por demás bonita y vivió feliz. Gran parte de su felicidad la achacó siempre a aquella prevención que tuvieron sus padres con el nombre. La poesía persiguió su existencia; e incluso hasta su muerte ésta llegó. En aquella solitaria lápida que cobijara sus mortales restos, muchos años después, venía, breve, lacónico y hasta misteriosamente gravado y en exclusiva, lo siguiente.
(Lo han adivinado: Era).
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Texto agregado el 13-06-2020, y leído por 72
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