"Son las siete y veinte de la mañana. Todavía es temprano, pero prefiero bajar en esta estación. De esta manera siempre hay asientos libres". Pensó Xavier mientras bajaba las escaleras del metro del Fondo. Al llegar al andén, se encontró un convoy parado. Se dirigió al último vagón, puso su mochila hacia su pecho para acomodarse mejor en el asiento y expiró un largo suspiro. Únicamente había tres o cinco personas. Sabía que la próxima estación, Santa Coloma, entrarían muchos más usuarios. En los últimos meses, debido a los exámenes finales, solo regresaba a casa para dormir. El resto del día lo ocupaba yendo a la universidad y la biblioteca. Sacó el móvil para enviar un WhatsApp a su novia para pedirle perdón e invitarla a cenar una pizza esta noche. Estaba a punto de terminar la frase cuando una voz le dijo:
—Buenos días.
Xavier giró la cabeza y vio una persona mayor. Era delgada, ojos azules y con una gorra de cuadros. Xavier hubiera jurado que no había nadie en el asiento cuando entró. Le devolvió el saludo:
—Buenos días.
—¿Dónde vas? Le preguntó amablemente el anciano.
—A la Universidad de Barcelona. Estudio Filología Catalana —le informó Xavier.
El hombre se quedó unos minutos pensativos. Después, mirando a un punto concreto del vagón, reflexionó en voz alta:
—Vaya, si yo fuera joven, hubiera escogido la de las matemáticas. Pero puedes trabajar como traductor, lector profesional... Lo importante es no parar de buscar hasta conseguir el empleo.
Xavier observó que tenía un libro en la mano y comentó:
—Parece que le gusta leer.
—Eh... Ah, sí —repuso el hombre. Fue mi tabla de salvación. De joven, no me gustaba ir a los bares y compraba libros de segunda mano en una librería de Barcelona. Mendoza es mi favorito. No sé cómo diablos se saca tantas historias. Calló unos instantes y continuó:
—Mira. Tengo 76 años y nací en Cumbres de Enmedio, un pueblecito de Huelva. Mi padre trabajaba en un cortijo haciendo un poco de todo: carpintero, herrero, agricultor... Con 8 años, ya trabajaba dando de comer a los animales. Como costaba muchos esfuerzos para ahorrar una peseta, mi padre decidió emigrar a Barcelona para trabajar en la construcción. Iba con él como aprendiz, porque tenía 12 años. Una vez pasaba por delante de un escaparate de una librería y quedé fascinado. Un compañero del trabajo quiso comprar un libro. Cuando se enteró de que no sabía leer, convenció a mi padre para que asistiera a clase por las tardes. Salí con el graduado escolar. Con 23 años un constructor me dijo que estaba buscando una cuadrilla para realizar una urbanización en un tiempo breve y a precio cerrado. Eso significaba que en caso de acabar el plazo, ganar el doble o triple... Creo que le estoy aburriendo -se disculpó el simpático anciano.
—Al contrario, —le animé mientras se levantaba del asiento —ocurre que tengo que bajar en la próxima estación. He aprendido cosas nuevas. Además, según usted, no hay que rechazar ningún empleo y ser perseverante hasta conseguir el que quiero.
El hombre asintió contento. Se abrieron las puertas y bajó al andén para decir adiós por la ventanilla, pero el asiento estaba vacío. Esperó unos minutos por si hubiera bajado del vagón. Arrancó el metro y de segunda se quedó solitaria la estación. Caminando hacia las escaleras reflexionó: "el metro no solo transporta personas, también sus historias; quizás alguien debería escribirlas". Ya en la calle, tuvo una revelación: "ya sé qué haré cuando acabe la carrera".
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