Cuando veo los verdes pastizales me viene una calma infinita, es que la tierra tiene eso de sedante, la mirada se te pierde en el horizonte, en las tonalidades del campo.
Nunca debimos salir de los contornos naturales, dejar de brindar con el oxígeno real, ese puro que se filtra hasta en los malos pensamientos, nunca debimos dejar los bostezos, perseguir a las abejas reposteras, el romance con los árboles de peras, la siesta en los brazos del aromo, la chicha chispeante y esa tortilla de rescoldo calentita, recién salida del fogón.

Son tantas voces las que cantan en los parronales, las uvas girando con el sol, los perros que pellizcan tus talones para hacerte ver que no estas solo, el sonido de los tiuques, los saltos de gorriones, el canto de la lluvia, la germinación del silencio, ese bello silencio acompañado, ese abrazo que el verdor te da.

Los vergeles con sus nueces a cuesta te dan toque y serenata, las paltas te saludan y reverencian las frutillas, es que no hay campo sin manzanas, y hormigas en puntillas, gato ralo con juego de ratón y uno que otro aroma a cama y bodegón.

El campo te pregona al oído los residuos de su fuente, te conversa mientras duermes y te besa en la mejilla. El terral amigo es eso y mucho más, pies descalzos, sencillez, cara limpia y ojos buenos, pelo envuelto en manzanilla, boca con más de una espiga y las manos dibujadas de cedrón, menta, paico, llantén y curagüillas; los caminos sembrados tienen eso tan especial que le hace bien al corazón.