A esta hora salíamos de nuestros trabajos a tomar té. A esta hora, que ustedes podrán deducir, las personas del centro se dividen en dos tipos: las que retornan directamente a sus hogares y las que no.
A ella le gustaba ir por el té conmigo, hasta que la llamaba el marido. Entonces le venía la rabieta. El té ya no era té para ella, sino un compromiso, una ritualidad que debía acabar lo antes posible, en una palabra, un cacho. El celular, pésimo invento.
Ese día comprendí lo inútil que son las propuestas y las intenciones cuando alguien ejerce un dominio mental sobre otro. También comprendí, que cuando los maridos tienen sospechas, emplean medios sutiles, pero muy intimidatorios con las mujeres, y no me queda claro si esto a ellas les gusta o no.
Mi matrimonio jamás lo he llevado en esos términos. Mi mujer es muy respetuosa de mis espacios. Cuando digo espacio, me refiero a que puede tener mi celular allí a la vista, a su completa disposición y nunca lo ha husmeado. Se me ha quedado en casa varios días, sin contraseña de acceso y nada; no lo toma, no lo mira. Hasta se podría decir que le tiene miedo y respeto. Lo mismo pasa con mis otros dispositivos, discos duros externos, que Dios sabe cuántas cosas almaceno ahí, y tampoco lo hace con mi billetera. Por eso actúo en consecuencia y respeto su mundo tanto como ella respeta el mío. Sí, es verdad que si tarda en contestar un mensaje o pasa mucho tiempo sin atender el teléfono, me preocupo, pero solo es preocupación, si sé que lo está pasando bien, sea como sea, yo soy el ser más feliz de la tierra. Pero siempre le escribo, primero le escribo. Es raro que yo telefonee a alguien. No me gusta interrumpir los momentos de otros. Encuentro injusto que alguien a la lejanía interrumpa el momento de otras personas que están más cerca. Detesto cuando un espíritu viaja a través de las ondas en el aire e interrumpe la conversación.
Y así termina la historia de la compañera del té. No hay mucho más que decir. Después de la dichosa llamada, debía acompañarla a paso rápido al terminal de buses interprovincial. Ella seguía con la rabieta. No me daba la mano ni un abrazo. Me miraba con desprecio y odio. Me envidiaba y a la vez me admiraba, pero me seguía detestando. Sí, creo que era más bronca. Para ella, yo era el único responsable de su conducta. Cuando la vi alejarse por la ventanilla del pequeño bus, entendí que era el fin. Abrí mi bolso y me comí unas almendras que tenía. Aproveché de tomar el teléfono y revisar si tenía mensajes nuevos. No encontré nada. Por un momento sentí los deseos de ser regañado también, como cuando mamá te grita diciendo que ya es muy tarde y te tienes que entrar. En lugar de eso, sonó una media hora después para preguntarme qué deseaba comer a la noche.
08 de Junio 2020 |