El ruido que venía de la calle era tan fuerte que ahogaba mi soledad y sepultaba el silencio abrumador que me rodeaba. Pensé en asomar mi cabeza a través del azul transparente que separaba aquél ruido de mí, pero no lo hice; temía que ese bullicio traspasara el umbral y se posara junto a mí y me envolviera en sus brazos. Me alejé tanto como pude de la ventana, pero el estropicio aumentaba cada vez más, como cuando el miedo nos va cubriendo hasta transformarse en uno mismo, y mis oídos retumbaban hasta el punto de querer reventar; me hablaban con cada golpeteo, y para no escucharlos los cubría con mis manos, pero era inútil, el sonido persistía. Huía de él, pero me seguía, me perseguía. Eran voces que gritaban, que vociferaban y que animaban. Voces que aumentaban a medida que caminaban, a medida que corrían; voces que se transformaban en silencio, en miedo, en tiniebla, en sombra; voces transformadas en soledad. Eran voces que acompañadas, conducían al sacrificio y llevaban a la muerte. Eran voces asesinas. Decidí no huir más y enfrentar mi miedo, enfrentar ese ruido y junto a él, esas voces sepulcrales. Asomé entonces mi rostro por aquella ventana y mi corazón se estremeció al verme a mí misma en medio de una multitud, en medio de aquél bullicio y de aquellas voces silenciosas. Mi voz era la única que no se escuchaba, era la única que no gritaba. Mi voz se había agotado. Y mi rostro, como a través de un espejo, se reflejaba visiblemente dentro de la muchedumbre. Era mi rostro el que colgaba de aquella soga.