Estaba sentado debajo de su árbol, meditando, como tratando de recordar pasajes de su vida. Debajo de ese mismo árbol se sentó junto a su compañera el día que se conocieron.
Entonces ella era una joven leona muy altanera, apreciada y pretendida por todos los jóvenes de la raza dentro de su zona, como también de las lindantes, a quienes se impedía traspasar territorio para visitarla; las manadas familiares mantenían perfectamente demarcado sus territorios, no aceptando visitas bajo ningún tipo de pretexto.
Aquella mañana, después de encontrase por primera vez, caminaron juntos unos kilómetros, se detuvieron a tomar un pequeño descanso bajo tal frondoso y acogedor árbol. Charlaron, intercambiaron vivencias, creándose lentamente una agradable relación entre ellos.
Las caminatas se repitieron, como también los descansos debajo del árbol, que se convirtió en el lugar de los encuentros.
La sombra de ese árbol escuchó palabras bonitas, inclusive de cariño. Fue partícipe de actos en los cuales se descubrieron sentimientos. Lo que tenía que pasar, pasó; un buen día decidieron unir sus vidas para formar una familia como tantas otras.
Fue también bajo aquél árbol, que la desdichada suerte jugó una mala pasada a uno de los tres cachorros nacidos de la unión de nuestra pareja.
Era una noche sin luna, típica en aquella época del año; el viento se paseaba nervioso...y entonces, la tormenta indomable, desató su furia, con facilidad logró vencer a una rama no muy fuerte, que, al partirse, fue a caer sobre una de las patitas traseras de uno de los pequeños. Los grititos de dolor partieron el alma de los progenitores, eran más fuertes que el ruido de la lluvia que caía a baldazos; pero era muy poco lo que se podía hacer para aliviar el sufrimiento del herido.
La madre no dejaba de lamer la patita lastimada, miraba como exigiendo ayuda al padre, quién no encontraba solución inmediata al problema. El cachorrito no cesaba de quejarse, trataba de meterse lo máximo posible debajo de su madre, quizás allí el dolor calmaría.
Así entre lluvia, viento y los quejidos del pequeño, aparecieron los primeros rayos del sol, y un nuevo día encontró a la familia debajo del árbol.
No obstante los aullidos del cachorro cesaron, se acercó el león padre, levantó al herido para poder apreciar de cerca lo ocurrido; el golpe de la rama logró ocasionar la ruptura de uno de los huesitos, y la frágil extremidad casi colgaba desde la rodilla; el movimiento provocó un nuevo y prolongado alarido del sufriente, rápidamente fue colocado al lado de su madre, quien intercambió unas miradas con su compañero; la congoja junto a la impotencia eran fáciles de notar en ambas caras.
El león abandonó el árbol, se encaminó con rumbo a las grandes rocas. Una vez allí, buscó y buscó un lugar propicio, que al poco tiempo encontró. Era una roca, no muy grande, sobre la cual había caído una inmensa rama, que con el tiempo casi logró cubrir, convirtiendo el lugar en un excelente escondite, refugio tipo cueva, especial para resguardar a su familia de cualquier intruso. Caminó unos pasos, hechóse una orinada para marcar el lugar, y partió en busca de los suyos.
Ordenó que lo sigan. La leona tomó con su boca el pellejo del cuello del herido, lo levantó y junto con los otros dos fueron detrás del jefe de la familia.
Mientras caminaban, los cachorritos correteaban a uno y otro lado de la madre, y cuando ella consideraba que se alejaban demasiado del camino, gruñía suavemente, al escucharla volvían a ubicarse tras del padre.
La guarida elegida, fue propicia y cumplía la necesidad del momento, era casi imposible verla desde el exterior, teniendo además la ventaja que a corta distancia corría un pequeño arroyo.
Los días transcurrieron, la herida se fue cerrando, sin anotarse ningún tipo de complicaciones. Nuestro amiguito comenzó a levantarse y tratar de caminar, las primeras veces le ocasionaron uno que otro tropezón, pero el tiempo sumado a la ayuda de la madre lograron maravillas.
Las semanas se sucedieron una tras otra, y allí andaban los tres mosqueteritos corriendo por doquier, eso sí uno de ellos cojeaba un poco, pero ello no le impedía cometer travesuras al igual que sus hermanitos.
La sabia naturaleza ayudó al lisiado, lo llenó de fuerza y vigor, convirtiéndolo en el más travieso y peleador, a tal punto que era el más reprendido por su madre, y hasta a veces, recibidor, con razón, de un coscorrón por parte de su padre.
El deseo de estar juntos, de sentir el roce de sus cuerpos, de oler el aliento, de mirarse, convirtieron a nuestra pareja en el comentario obligatorio, estando siempre en boca del resto de sus semejantes de la zona, pues era lo natural que al poco tiempo, y cuando los cachorros tenían cierta edad, el león se alejaba de su pequeño grupo para formar otro, según lo exigía la necesidad natural de la preservación dela especie. Ellos seguían juntos, y así vieron crecer a sus sucesores.
Y llegó el día.
Bien temprano esa mañana, los despertó el conocido rugido del padre de familia; no estaban seguros pero lo temían, aunque lo esperaban. La madre los miró, se estiraron cuan grandes ya eran, se acercaron, ella los tocó fregándose hocico con hocico, y empezaron la caminata junto a ella, detrás del padre.
Caminaron y caminaron; pasaron el arroyo grande aún seco, y penetraron en la parte espesa del bosque de los árboles altos. Llegaron a un claro cerca del mediodía, el sol picaba satisfecho de su poder, golpeaba como con brazas el lomo de todo el grupo familiar; en un instante, el robusto león detuvo su marcha, con un corto y sonoro gruñido anunció que había llegado el momento.
Si, allí se separarían de sus padres. Nuestros adolescentes leonzuelos deberían arreglárselas por sí mismos de allí en más. En aquél momento comenzaba una nueva etapa en la cual cada uno debería buscar compañera y formar su propia familia, basándose en lo visto y aprendido en casa.
Se acercaron y rodearon a la madre para despedirse, ella los miró como una madre mira; el renguito agachó la cabezota tratando de esconderla debajo de su madre, fregoñándose, los otros dos lo empujaron y juntos se pararon frente al padre.
Con las cabezas erguidas lo miraron directamente a los ojos, como esperando algo, no podían irse así nomás; éste dio vuelta alrededor de ellos, como revisándolos por última vez, volvió a pararse frente a ellos, refunfuñó en un tono de tristeza, escarbó con sus patas delanteras fuertemente la tierra, echó una mirada a su compañera, y lentamente emprendió el regreso.
La leona miró a sus *pequeños*, las lágrimas no aparecieron, los leones no lloran, pero sintió que una parte de su interior se resquebrajaba; los tres se mantenían como estatuas, mirándola, emitió un gruñido infernal, mezcla de dolor y de impotencia, y partió detrás de su compañero.
Otra etapa de la vida, también para ellos, había finalizado.
Nuevamente solos, el uno para el otro. Como por instinto, sin siquiera intercambiar una palabra o una mirada en el camino de regreso, la pareja enfiló como bajo la fuerza de un imán, a su árbol.
Llegaron, estudiaron el terreno, cada uno por su lado, se sentaron uno pegado al otro, como años lo venían haciendo. Sus cuerpos se tocaban, casi se apretaban, volvieron sus cabezas, sus miradas se encontraron.
Pasaron allí mucho tiempo, no tenían apuro, nadie los esperaba, ya atardecía.
Nuevamente el árbol cariñoso, que tantas escenas supo esconder bajo sus ramas, sumó ésta especial en su cuenta.
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*Registrado/Safecreative N°1006186625258
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