De tarde en tarde acude a mi mente la imagen del tío Sergio. Son más bien recuerdos de niñez centrados en las esporádicas visitas de este pariente, que tenía la particularidad de usar unos gruesos lentes que quizás habrían intimidado a quien no lo conociera al sentir su mirada fría y descontextualizada tras esos cristales de respetable grosor. Nosotros, sin embargo, no tardamos mucho en dilucidar toda la dulzura que se ocultaba tras esa característica suya y que dio blanco en nuestros corazones para surgir una especie de muda complicidad entre él, mi primo y yo, consolidado esto por su enorme adicción a los caramelos y pastelillos que nos hacía comprar para después, entre preguntas y respuestas, devorarlos por igual, chiquillos y estudiante de derecho, en el escenario propiciatorio: el comedor de nuestros abuelos. La relación entre las golosinas y la presencia de este tío realmente actuó en nosotros como un reflejo condicionado ya que bastaba que alguien pronunciara su nombre para que en nuestra mente se mezclaran los deliciosos carameros con la imagen sacrosanta de este pariente que se nos aparecía hasta en nuestros sueños. Ahora me parece extraño que un personaje que en ese tiempo era estudiante de Derecho, se diese el trabajo de visitar la casa de su tío, nuestro abuelo Humberto, siendo que éste era un personaje adusto y más dado a escaparse a sus misteriosos encuentros y que, entre paréntesis, mi abuela nunca criticó porque prefería mil veces eso a tenerlo rabiando todo el santo día en la casa. Es posible que a nuestro tío le ocurriera algo parecido y prefiriese bajar desde el barrio alto a Quinta Normal antes de tener que encontrarse con la tía Carmen, su madre, y enfrascarse en discusiones que no llegaban a ningún puerto. En todo caso, se veía siempre sonriente y muy animado conversando con nuestra abuela y sobretodo, congeniando con nosotros, criaturas un tanto rebeldes y en mi caso, de muy pocas palabras ante los demás. Sea como sea que fuese, esta situación que intuyo que ocultaba otra que se vivía casi en un mundo paralelo al nuestro, lo fue forjando en nuestra imaginación como un tipo excepcional, alguien que de alguna manera se sumergía en nuestro ámbito, se interesaba y reía a la par con nosotros, siendo tan distinto a los demás que nos miraban como pequeñas alimañas a las que había que mantener fuera de su ámbito de acción. Por eso y por otras diversas facetas similares, terminó siendo para nosotros un personaje encantado, un auténtico tío de cuentos.
Pasaron los años y la adultez nos llevó por diversos caminos, casi todos áridos e indigestos. La vida no es grata en muchos sentidos y los sinsabores, lejos de forjar nuestro carácter, por lo menos a mí, me transformó en un ser evasivo y reconcentrado. Es triste comprobar como la magia, esa que atesorábamos en nuestros corazones y que era parte significativa de nuestra niñez al embrujarnos con sus fulgores inolvidables, ahora era pisoteada por la rutina implacable, por la escasez de imprevistos que le otorgaran tan siquiera la posibilidad de visualizar algo interesante en medio de lo grisáceo de la realidad.
Recuerdo haberlo visitado muchos años después en su oficina de abogado. Por supuesto que ya no era el sonriente tío de aquella memorable época, sino un hombre maduro de ceño adusto que se dirigía a mí con palabras escuetas y precisas, como quien dicta una sentencia. Algunas simples referencias familiares y nada más. El tío de dulce le había agregado varias gotas de acíbar a su carácter primigenio. De todos modos, me alegré de reencontrarlo porque para mis adentros, de alguna manera, seguía siendo ese personaje diferente.
Los años transcurrieron veloces, enrielándonos mi primo y yo por los caminos que nos ofreció la vida, senderos alternativos a los de nuestras ilusiones, reinos en los que fuimos lacayos y en el mejor de los casos, soberanos de nuestras fantasías. Y de cuando en cuando, se nos referían noticias de ese tío mítico. De ese tío que hablaba poco y sonreía mucho. Y cuando hablaba, de su garganta surgían palabras suaves y melodiosas. Ahora entiendo que esas entonaciones tenían un poder sedante para nosotros, un camino diferente al ya tan familiar tono de reprimenda que utilizaban nuestros padres para dirigirse a nosotros.
Pero ahora todo era distinto y a cuentagotas sabíamos que ejercía de abogado en una prestigiosa oficina, que continuaba siendo el reservado personaje sobre el que se tejían algunas leyendas que lo involucraban en fiestas pantagruélicas, verdaderas orgías y otras que alzaban venenosas versiones del porqué continuaba siendo un solterón. Por cierto, ninguna de estos correveidile tenía una base sustentable o algún elemento probatorio que pusiera un poco de luz en medio de esa tenebrosa maledicencia.
Fue envejeciendo, -envejecimos todos en realidad- y no recuerdo haberlo visto más de cinco veces siendo yo adulto. Y en esas contadas ocasiones, la conversación más bien versó sobre temas concretos, preguntas sobre nuestra familia, aquellas personas que tal vez se le hicieron tan lejanas que es posible que ya no fuesen más que un simple manchón en su memoria. Pero muy compuesto, como siempre lo fue, escuchaba mis respuestas con atención de leguleyo, escudriñándome tras sus lentes que ahora parecían aún más inquisidores.
Tenía una situación económica que alentaba las fantasías de mi primo y yo. Y nos reíamos a carcajadas con nuestras alocadas ocurrencias. Por ejemplo, que lo tomaríamos por asalto y que tras su par de charchazos le íbamos a obligar a firmar un testamento a nuestro favor antes que apareciera alguna fatídica enfermedad que le nublara la mente y nos quedásemos sin nada. O que quizás ni siquiera tendríamos que preocuparnos porque conoceríamos por fin la grandeza de su alma generosa en el momento mismo que nos citara a su casa para informarnos que nos dejaría un departamento para los dos o acaso uno para cada uno ya que en ese fantaseo en forma de chanza ninguna invención tenía límites. Por ejemplo, esa enorme colección de libros que poseía y por la cual mi primo habría sido capaz de cortarse un brazo, quizás le sería testada con tanta facilidad como quien regala una sonrisa. Baste decir que Ernesto ama los libros tanto como los amaba yo antes de aparecer Internet, los lee y relee dejando para el postre colecciones de caricaturas dibujadas por insignes autores del pasado. Es indudable que tan sólo el regalo de una parte ínfima de esa magna colección habría bastado para que mi primo entrara en éxtasis. Pero, sólo soñábamos y la palabra testamento nos rondaba como una efímera ilusión. En el fondo, ya no queríamos golosinas y jugábamos con la idea del tío rico que nos cambiaría los pasteles por propiedades. Tampoco éramos tan ilusos como para creer que una fortuna nos caería del cielo cualquier día.
Hasta que hace unos meses, mi primo me entregó la mala nueva. El tío había fallecido y esto le había sido comunicado por un tipo que lo cuidaba hacía tiempo. Pero la noticia de su partida nos llegó con un retraso tal que de por sí deslavaba el trágico hecho. Hacía poco más o poco menos de un mes que ese tío que en sus últimos años nos comentaba con su voz quebrantada que ya sólo esperaba la muerte, la debe haber deseado tanto que esta por fin cumplió con su deseo. Imagino que debe haberla sentido llegar a su lado, tan mansa y tan sutil que hasta pudo habérsele antojado que era una hembra dadivosa a la que le abrió las cobijas de su lecho para que se encamara con él. Y así le llegó al fin el anhelado reposo, desposado a perpetuidad con la única fémina que logró conquistarlo. Y se fue, de seguro sin recordar en la nebulosa de su mente las lejanas tardes en la casa de mis abuelos en dónde supo encantarnos desde entonces y para el resto de nuestras vidas. Muy por el contrario, allanándose quizás a que ocultas circunstancias, al tipo aquel que lo cuidaba -y que era un hijo no reconocido de cierta empleada que alguna significación tuvo en su vida- le entregó su apellido y por supuesto, todas esas propiedades con las que, entre bromas y con oculta ilusión, soñábamos nosotros.
Un controvertido personaje dijo alguna vez: “Muerta la perra se acaba la leva”. En el caso del tío –sin tener la grosera intención de compararlo con una hembra canina- fallecido éste, se acababan nuestras burdas y alocadas especulaciones. Y ese sueño impreciso, que se asemejaba tanto al acto de haber adquirido un boleto para algún sorteo millonario, y puesto todo el empeño en cuidarlo y atesorarlo cual si se tratase del sagrado depositario de nuestras ilusiones hasta el instante mismo en que las cifras oficiales lo devuelven a su calidad de simple papel. Así mismo, todas esas elucubraciones fantasiosas, todos esos sueños construidos en el aire ahora estaban hecho añicos. La realidad se asomó en ese momento como una enorme pared en la que se estrellaron nuestras inconfesadas ilusiones, para luego transformarse en algo similar a una lápida en la que se podía leer con la más grotesca de las inscripciones: “Aquí yacen las estúpidas y vanas esperanzas de un par de ilusos”. Pero no. Digámoslo mejor de otra manera y ataviemos esta situación de una forma más digna. Se nos fue nuestro tío y por respeto, mejor luce el silencio. Por la dignidad nuestra, atrapada en estas mezquinas disquisiciones, cabe recordarlo con el más prístino de los recuerdos.
Pero, ahora damos un giro rotundo, auspiciados por una idea loca de mi primo. Mi celular sonó y por el sortilegio creado por un simple botón escuché su voz tan bien timbrada que ahora se escuchaba un tanto escéptica a través del auricular: -Escucha Guido, ¿y qué tal si el tío no está muerto? ¿Y cómo sabes si este tipo no lo tiene oculto en algún lugar inaccesible y tramado todo un aparato para aparentar su defunción?
Tragué saliva antes de responder. Pensé que era objeto de una broma, de las palabras maliciosas de cualquier desatinado que llamaba para molestar.
-¿Quién habla? ¿Ernesto? ¿Eres tú?
-El mismo pues. Te cuento que me surgió esta idea loca y que quizás no lo sea tanto después de pensar y repensar en todas las aristas del caso.
-¡Hum! Sé que eres imaginativo, de eso no me cabe la menor duda. Pero, ¿de dónde sacas esa idea? Está claro que nuestro buen tío ahora duerme el sueño de los justos y sólo le deseo lo único que puede desearle a un ilustre finado como mi tío, un ser un tanto descreído como yo. Esto es, que descanse en paz.
-Te repito. Tengo la corazonada que el tío está vivo. Lo tienen secuestrado en quién sabe qué lejano lugar para ocultar algo.
Pero si algo tan diabólico está sucediendo ¿quién se atrevería a cometer tan despiadado acto? ¿Su hijo reconocido? No veo el motivo. Si fuera como dices, ¿para qué ocultar al pobre viejo? Él era un prestigioso abogado y como tal debió tener todos sus asuntos en regla y de seguro que si nos hubiera declarado herederos, algo que no sucedió, eso habría sido documentado y puesto en poder de un notario y quizás hace rato que tendríamos buenas noticias.
-Eso es verdad, y no me cabe ninguna duda que el tío le iba a legar la mayoría de sus bienes a este individuo porque es su principal heredero. Pero, quizás le mencionó en algún momento que su intención era testarnos una parte a nosotros. Y este hombre, del cual desconocemos absolutamente todo, pudo indignarse al ver peligrar su herencia, pudo imaginarse acaso algo peor y no descartando que sea un tipo de mente calculadora, seguramente preparó un plan que le permitiera no ver amagado lo que supone legítimamente suyo e incluso engañado pudo llevarse a nuestro tío quizás quien sabe dónde hasta que se muera de verdad.
-Truculento. Pero bien, si todo esto fuese verdad, ¿tú crees que existiría alguna posibilidad de probarlo? En primer lugar, no vamos a ir donde la policía a decirles que tuviste un sueño o una tincada y que estás absolutamente seguro que a nuestro tío lo tienen raptado.
-Por supuesto que no haremos eso, porque de allí mismo nos envían al Psiquiátrico. Lo que por ahora tenemos claro es que el tipo me dijo que el tío había fallecido, que está sepultado en el Cementerio General y tú, que te manejas mejor en internet, encontraste notas en la prensa de abogados y personajes importantes que lamentaban su deceso, alababan su gran intelecto y describían todas sus obras y logros.
-Mira, acá está una de las cartas que encontré.
Se la leí:
“Pedro Salvatierra
Hace unas semanas, ya nonagenario, ha fallecido don Sergio Aréstigue Abud (q.e.p.d.), integrante emblemático del estudio Claro y Cía., al que ingresó como procurador en 1954, mientras estudiaba la carrera en la Universidad de Chile, y cuando estaban al mando de la célebre oficina fundada por don Luis Claro Solar, sus tres hijos: Héctor, Fernando y Gustavo. Licenciado en Derecho en 1953, reelaboró lo que fuera su memoria de prueba y publicó bajo el sello de la Editorial Jurídica un libro de título modesto, pero que marcará un hito en la evolución del Derecho de obligaciones y contratos chileno. El texto salió a la luz en 1961, con el título: Aspectos de la indemnización de perjuicios por incumplimiento de contrato (estudio de los artículos 1545 a 1554, 1558, 1559, 1560 y 1536 a 1543 del Código Civil).”
-Por supuesto que eso está manipulado. Ese tipo debe tener muy buenas influencias para lograr salir adelante con sus propósitos. Imagínate a todas esas personas que ahora lo recuerdan y lo lloran. A mí no me conmueven esas palabras porque los que las dicen, obviamente ignoran tamaña trama. Yo, entiéndeme, no quiero quedarme conforme con esto y aunque tú pienses que me he vuelto loco, me atrevo a decir que aquí algo huele muy mal y que la verdad no se parece en nada a lo que nos han contado. Son demasiados los asuntos en juego y es preciso desenmascarar al o a los culpables y actuar con cautela para saber en qué lugar lo tienen secuestrado. De ser así, es obvio que lo tienen oculto en un lugar lejano. Este tipo me contó al pasar, después de comunicarme de la triste noticia, que es un poco artista y ya sabemos que no existe un intelectual de estos que no esté emparentado con alguien oscuro. Ya sabes, un hombre que le brinde el placer de la inspiración, es decir, drogas, mujeres pero también negocios turbios.
-Bien, no estoy convencido y sólo pienso que todas estas elucubraciones tuyas responden más a una rebeldía de tu espíritu que se niega a dar por hecho lo que parece evidente. El tipo es hijo legítimo y tiene todo el derecho a quedarse con la herencia. Además, es un artista de no sé qué cosa, pero te digo con fundamentos que estas personas están tan preocupadas de crear, de bailar e inspirarse en ámbitos poco mundanos, que en la mayoría de los casos no se prestan para situaciones reñidas con la justicia.
-Pero te insisto: ¿Y qué tal si este tipo está al mando de una verdadera red en donde se ejecutan todo tipo de delitos? ¿Qué tal si es capaz de sobornar, de mentir y de infiltrarse en diferentes instituciones con el fin de conseguir sus oscuros objetivos.
-Sinceramente, pienso que lo que imaginas es demasiado fantasioso, considerando que tampoco es tan grande la fortuna de nuestro tío para ser objeto de lo que tú mencionas como una red. Pero, y si alguna consistencia tiene tu argumentación, te vuelvo a preguntar: ¿Cómo lo probarás?
-Te respondo con otra pregunta: ¿Le tienes miedo a los muertos?
-Les tengo mucho respeto, por supuesto. Y claro que me produce escalofríos estar cerca de un fallecido o escuchar de apariciones. ¿Por qué me preguntas esto?
-Sé dónde está la tumba. Y si tienes las suficientes agallas, me acompañarás hasta allí la noche de mañana. Esto se me ocurrió hace unos días y ahora pienso que es lo mejor que podemos hacer.
¿Queeeeeé? ¿Te volviste loco? ¡Yo no me atrevo ni a subirme a los carritos de La Casa Embrujada de Fantasilandia y voy a entrar al Cementerio de noche! ¡Estás absolutamente loco y pienso que más que el hipotético secuestro de mi tío, te preocupa más esa imaginaria fortuna perdida!
-¡Esto es serio! ¡Estoy casi seguro que el tío jamás falleció, que está vivo, en pésimas condiciones, casi agónico quizás y te puedo casi asegurar además que en sus plegarias debe estar invocándonos! Y si no nos apresuramos, me temo que sí se va a transformar en cadáver mucho antes que lleguemos a rescatarlo. Pero, primero que nada, debemos cerciorarnos que ese ataúd en que presuntamente está sepultado, en realidad esté vacío o repleto de piedras o de cualquier otro objeto contundente y no con el cuerpo de mi tío Sergio.
Al final, y para nada convencido yo y él con la claridad mesiánica del que está seguro de algo, nos pusimos de acuerdo en llevar a cabo dicho plan, tan descabellado como tantos otros que habíamos llevado a la práctica muchos años atrás, cuando sólo éramos un par de niños.
Tras esta larga y preocupante conversación, el primo cortó y yo me quedé pensando que si esta era una trama tan diabólica, pudimos haber tenido la precaución de conversarla en privado.
Confieso que me encantan las historias de aparecidos. Que tengo pegadas a fuego en mi memoria todas las películas basadas en los cuentos y novelas de Edgard Allan Poe. Siento una atracción morbosa hacia todo lo que se contraponga a lo normal y me dejo llevar por esa corriente, lo que es más bien una adicción, lo reconozco. A casi todas las personas les sientan ciertos colores porque armonizan con su estilo. En mi caso, esa cosa oscura que llevo dentro creo que le hace demasiado juego a mi personalidad, le sienta bien y la llevo como un traje para toda ocasión. Pero todo esto me apetece desde una posición distante y nunca como espectador privilegiado de alguna situación paranormal. Soy miedoso y lo confieso. Saltaría de terror si, por ejemplo, rozara por descuido uno de esos teclados de brujas que les llaman güija. Por lo mismo, la inminente visita al cementerio en un horario que me ponía los pelos de punta, me llevó a cavilar sobre el estado mental de mi primo:
-El tío está bien muerto y lo más seguro es que lo comprobemos al destapar el féretro. Eso, si tenemos la posibilidad de dar con el paradero de la tumba. Pobre mi primo. Tan ordenado que es para sus cosas, cada objeto lo tiene en su lugar y por una ironía de la vida, ha extraviado lo que mejor debería haber cautelado: su cordura. Todo este soliloquio no era más que la manifestación verbal del profundo terror que imaginaba sentiría al estar allí, en medio de la penumbra, contemplando horrorizado la faz cetrina de ese tío que fue tan especial para nosotros y que ahora estaba allí, tendido en su catafalco, tieso y manifestándose ya en su yerto cuerpo el mecanismo de su natural descomposición. Pero si la terrorífica experiencia servía de algún modo para que mi primo abandonara esta suerte de teoría conspirativa, aunque parezca brutalmente paradójico, me proporcionaba la fuerza suficiente para afrontar este descalabrado asunto que ninguno sabía cómo terminaría.
Nos reuniríamos a las diez de la noche en una calle lateral que colindaba con el camposanto. No iríamos solos, ya que mi primo se había contactado con el Toto, un viejo amigo que sabría mantener la boca cerrada y que además contaba con las herramientas que serían necesarias para la ocasión. El lugar se prestaba a las mil maravillas para nuestra aventura, ya que era una calleja casi en penumbras y muy sombría en el lugar en donde nos colaríamos al cementerio. A las nueve de la noche ya iba camino al lugar del encuentro y no me avergüenza reconocer que temblaba entero. Nunca en mi vida me había visto enfrentado a una situación similar. La noche era gélida y tenebrosa: el escenario perfecto para el episodio que nos convertiría tal vez en el peor caso conocido de profanadores de tumbas. Una densa neblina arropaba las calles y aureolaba las débiles luminarias para que representaran con mayor dignidad su humilde papel. Sin quererlo, la noche también se había confabulado con nosotros y ahora sólo nos quedaba realizar la peor bellaquería cometida jamás para constatar de la manera más terrorífica que mi primo tenía razón. Transcurrió media hora antes que apareciera Ernesto enfundado en un abrigo gigantesco. Se lo había conseguido con el Oso, un tipo enorme, de abdomen abultado y que jugaba de defensa central en el equipo de los veteranos. Ernesto le había dicho que iría al sur y necesitaba algo abrigador y el sujeto, con varias copas demás, le pasó su abrigo y es de imaginar que en esos momentos no tenía ni la más peregrina idea sobre donde lo dejó.
-Este abrigo me viene de perillas, ya que es negro y se disimula bien en la oscuridad- comentó -mi primo, que con la enorme prenda color azabache se parecía a esos corpóreos que auspician algún producto en los lugares concurridos. No tuve ánimos ni siquiera de sonreír ni discutirle. ¿Por qué sólo él se camuflaba. ¿Y yo? Bueno, soy más flaco que él y por último debe haber pensado que puedo ser confundido con facilidad por uno de los habitantes del cementerio- me dije. Era tanto mi nerviosismo que comencé a aspirar con desesperación un pitillo que había encontrado encendido en el quicio de una ventana. Mi primo abrió tamaños ojos sorprendido por esto, porque es sabido que yo jamás he fumado y eso se constató de inmediato al sobrevenirme un ataque de tos que casi me deja fuera de combate. Por lo que tiré lejos el pucho y me aboqué a escuchar los pasos del lúgubre plan. Al poco rato apareció el Toto, hombre corpulento que venía con el estuche de una guitarra. “¿Habrá una serenata antes de comenzar, para envalentonarnos?” me pregunté. Craso error: adentro de la maleta venían tres chuzos tan perfectamente acomodados que incluso sobraba espacio para una guitarra.
Ya en pleno camposanto e iluminados por una diminuta lámpara para que no nos delatara, comenzamos a sortear las tumbas, cada uno sujeto a su propio miedo y cada cual encomendándose a sus creencias. De cuando en cuando se escuchaba algo parecido a un sollozo, sintiendo yo que me habían inyectado hielo en las venas. Eran las aves que oteaban las sombras desde el ramaje negro de los cipreses.
“Por acá” susurró mi primo, que sumergido en el enorme abrigo nos guiaba a tientas por la negrura, que no alcanzaba a disiparse con el hilillo de luz de la linterna. Le seguimos, yo imaginando estar inmerso en una pesadilla, y el Toto, con el estuche bajo el brazo, demostrando en su andar el oficio de un tipo que se forjó en las vísceras mismas de la adversidad. Vadeando tumbas y panteones, seguíamos el trazo de luz que de repente nos mostraba alguna cruz con el nombre de un difunto y su fecha de fallecimiento.
“Estamos pisoteando el pasado como si fueran hojas de otoño, los sueños truncos, la digna estirpe del hombre que viene al mundo con una promesa y un final sin resolver.”
Esto lo recitó con voz queda el Toto e imaginé que tales palabras podrían ser el ropaje perfecto para la melodía arrabalera de un tango. -Dentro de su aspecto rudo, otea un poeta- me dije. “Por acá, por acá. Ya falta poco.” apuró mi primo con los míseros rayos de su linterna amagando malamente la oscuridad. Y nosotros a la zaga, llenos de pensamientos aciagos, pero dispuestos a ser los testigos del acierto o desatino de Ernesto. La noche parecía dirigirnos en medio de su vientre de ébano. En buenas cuentas, no podía abstraerme que estábamos delinquiendo, algo inusitado en nuestras vidas y la culpa me estremecía, pero el agónico trazo de luz que avanzaba cada vez con más resolución, me indicaba que mi primo se había desembarazado ya de todo prejuicio y puedo aventurar que hasta el miedo ahora era menos importante para él que encontrarse dentro de poco cara a cara con la verdad. A pesar de eso, no podíamos disimular el latir desacompasado de nuestros corazones, viboreando entre cruces y catafalcos pétreos, esquivando unos panteones que más bien parecían lujosas viviendas y en donde los difuntos acaso alardeaban de sus estatus de difuntos adinerados. “Cuesta orientarse en la oscuridad pero creo que es por allí” dijo mi primo, con una voz en que se confundían los temblores del miedo y del nerviosismo. Y le seguimos, silenciosos, el Toto cargando su maleta y yo con el fardo del terror sobre mis hombros. Recordé todos esos funerales a los que asistí en este mismo cementerio, el de la Mema, nuestra abuela, el del tío Ernesto, tan joven y tan prematura su partida, el de la tía Gladys, bella tía, y tantos otros. Cada uno recibió los honores, las lágrimas y el dolor inevitable de una partida.
Hasta que al fin, después de un incierto caminar por entre tumbas, cruces y estatuas, apareció el que, según mi primo, era el punto exacto en donde se resolverían acaso todas nuestras dudas. El Toto, reconcentrado, colocó el pesado estuche sobre una tumba y mientras lo abría, recitó:
“Yerta el alma, la pureza, la bondad,
el estrépito infernal de la existencia
se acallan ante el tránsito obligado hacia el silencio
se entrega el cuerpo a la tierra para el ciclo eterno
y los rezos de los vivos son sólo susurros vanos
ante la implacable fuerza de lo inevitable.”
No bien terminó el Toto dicho poema, se escucharon voces que provenían desde un lugar no tan distante. Mi primo se apresuró a apagar la linterna y en la envolvente oscuridad nos quedamos silenciosos y expectantes. Era un diálogo que profanaba el silencio y que parecía aproximarse al lugar donde estábamos. Era probable que fuesen guardias que hacían su ronda. Nos ocultarnos con presteza tras unos mausoleos al escuchar el diálogo de los individuos, que parecían ser varios y que discutían entre ellos.
-Es por acá.
-No, es por ese lado.
-¡Por acá!
De repente aparecieron muy cerca de nosotros. Eran tres o cuatro tipos -difícil precisarlo en medio de esa oscuridad tan rotunda- que no se guiaban por linterna alguna y si bien se veían erráticos, no cabía la menor duda de que no andaban en buenos pasos. Parecieron concordar al fin hacia donde deberían dirigirse y desaparecieron tras las tumbas que nos circundaban. Era nuestro momento.
Tras aguardar un rato, el Toto acomodó una vez más el estuche, lo abrió y se proveyó de un buen chuzo. Nosotros hicimos lo mismo y resueltos por fin, nos aproximamos a la tumba en la que debería yacer nuestro recordado tío. Era una estructura modesta, sellada por una pesada lápida que daba razón de quienes yacían allí. La luz de la linterna alumbró la piedra cincelada con el nombre de nuestro querido tío Sergio. No puedo negar que una conmoción interna incontrolable echó a andar mis mecanismos más profundos, tanto así que el germen de un par de lágrimas estuvo a punto de licuarse. Intuyo que a mi primo le sucedió algo parecido pues le he visto brillar sus ojos cuando recuerda algo de nuestro íntimo pasado, lo que denota que también se ha puesto sentimental. Pero nuestra misión, o mejor dicho la misión impulsada por él, debía ser llevada a cabo con presteza para acabar de una buena vez con todas las especulaciones.
El Toto fue quien tomó la iniciativa. Nos ordenó colocarnos junto a él y agarrar con firmeza nuestros chuzos. La mortecina luz de la lámpara dibujó el movimiento hercúleo del vigoroso Toto que sin chistar, hendió con todas sus fuerzas la herramienta en la base de la losa hasta lograr posicionarla bajo ella.
¡Ahora! gritó, propagándose el eco de esa palabra para irse luego rebotando de tumba en tumba. Colocamos también nuestros chuzos en dicho espacio y pronto logramos unir nuestras fuerzas para tratar de mover la enorme piedra. Al principio, nada ocurrió, pero en una segunda embestida se sintió el sonido ronco de la losa al raspar la base, lo que provocó mi inmediata taquicardia. Así como en algunos misterios los velos a veces se descorren, en esta noche sórdida, el chirriar de la pesada losa simulaba el articulado de sentenciosas palabras que indicaban que en escasos instantes sabríamos si las teorías de mi primo tenían algún fundamento.
Después de mucho bregar, se produjo un espacio más que suficiente para que cupiera una persona. El Toto, que desde un principio se había hecho dueño de la situación, esta vez comprendió que lo que seguía nos correspondía a nosotros, puesto que detuvo su accionar y nos miró con fijeza. Ernesto y yo nos miramos también y yo hice un gesto imperceptible, casi un espasmo en el cual trataba de resumirse todo mi miedo. Mi primo debe haber sentido algo muy similar, con el agravante de que debía dar el paso siguiente, ya que no darlo significaba el quiebre mismo de su convencimiento y la inutilidad de esa potente fuerza motriz que lo impulsó hasta ese lugar, con Toto y yo a cuestas. Comprendiendo todo esto, Ernesto me pasó la lámpara y me dijo con voz firme: Alúmbrame. Y luego de quitarse el enorme abrigo lo vimos deslizarse lentamente por el espacio entre losa y sepultura y quedarse de pie junto al ataúd en que deberían encontrarse los restos de nuestro tío. El silencio fue literalmente de muerte cuando mi primo comenzó a tratar de forzar la tapa superior del sarcófago con una piedra. Estaba tapiada.
-Pásenme un chuzo- ordenó Ernesto. Su voz de nuevo sonó extraña. Podría decirse que el miedo, la angustia y un tropel de sentimientos más se habían aferrado a su garganta impidiéndole liberar esa voz suya tan clara. Ya con la herramienta en sus manos, se dio maña para descerrajar los seguros hasta que la tapa quedó liberada.
En este punto hubiese querido que todo sólo fuese una aterradora pesadilla de la cual despertaría en cualquier instante. O que comenzara una larga tanda de comerciales, durante cualquier film de terror que estuviese viendo, para calmar mi ansiedad.
Pero no. Estábamos allí, profanadores novatos, temblando ambos -no doy fe del Toto- ante lo que se descubriría en breves instantes. Ernesto alzó su cabeza para contemplar quizás la expresión de mi rostro y aún bajo la precaria iluminación que lo envolvía, pude percatarme de la palidez del suyo. Alcancé a ver como sus manos se aferraban a la tapa del ataúd antes que mi corazón comenzara a palpitar con aceleración desmedida. Sentí que las fuerzas me abandonaban y creí que caería desmayado. Pero no, aún agónico de terror, pude contemplar como la tapa se levantaba sin rechino alguno para mostrarnos al fin… ¡unos gruesos libros con materias de Derecho! Eran cientos, pensé, que se habían colocado de manera uniforme dentro del féretro para simular el peso de un cadáver. Mi primo, con una expresión en su rostro que trasuntaba la sorpresa, la emoción y la alegría contenida de haber tenido razón, levantó un ejemplar de Metodología Jurídica –que por paradoja ocupaba el lugar en donde estaría la yerta cabeza de nuestro tío- y lo agitó como la bandera de lucha de esa idea tan loca que se le había pegado a sus sesos y que ahora ondeaba en la noche más oscura de todas como una revelación.
Antes que la epifanía de este triunfo se consolidara en un abrazo de reconocimiento, una voz resonó en medio de las tumbas mientras una potente linterna nos dejaba al descubierto.
-¡Quédense todos quietos, mierdas!
Nos dimos vuelta para tratar de ubicar la voz atiplada del que nos interpelaba.
-¡Quietos dije o les perforamos la cabeza de un balazo!
Eran tres hombres, cuyas siluetas se dibujaban malamente tras el chorro de luz, a casi tres metros de nosotros. Nos quedamos paralogizados ante la orden, imaginando mil cosas. Pensé, primero que eran guardias del camposanto. O bien, profanadores enfurecidos por nuestra intromisión. Si era así, estaba seguro que seríamos acribillados y jamás se sabría la verdad de nuestra muerte. Traté en vano de enlazar otro pensamiento, antes que la misma voz atiplada dijera:
-¿Así que Ernestito se nos puso Sherlok Holmes? ¡Que pésima cosa! ¿no? Ahora, no nos queda más que matarlos a los tres y bueno, eso sucede cuando alguien se inmiscuye más de la cuenta en asuntos que no le corresponden.
Supimos en ese mismo instante que habíamos sido espiados desde el primer momento.
Ernesto, asomando apenas su cabeza desde dentro de la tumba y entendiendo de inmediato la situación, tembloroso, tuvo la valentía de preguntar:
-¿Pero…por qué cree eso? ¿Mi tío…está vivo?
-Tú lo sabes pues, lo adivinaste, lo intuiste, o lo soñaste. Felicitaciones, mi señor. Hicimos bien en intervenirte el teléfono. Muchas visitas donde el tío me pusieron cachudo. Ahora, te premiaremos con una buena bala en el mate.
Los malhechores rieron a carcajadas. El de la voz de tiple se aproximó un par de pasos a nosotros y pudimos ver su rostro mofletudo, coronado por una melena greñuda, todo esto embutido en un cuello breve que descansaba sobre un tórax ancho y finalizaba en dos piernas cortas. Era el hijo adoptivo del tío Sergio.
¡Sabandija infame! Pensé para mis adentros.
Ernesto se atrevió a preguntar una vez más:
-¿Por qué hiciste esto? Si es por la herencia…
-¡Basta! ¡Ya hablaste suficiente!
-¿Y por qué esperaste hasta ahora para matarnos. Pudiste hacerlo cualquier día…
-Sabía que se aparecerían por acá. Pan comido. Un balazo para cada uno y todos a la tumba.
Se produjo un silencio.
El Toto profirió una maldición, pero se quedó quieto, acaso arrepentido de haberlo hecho.
-Mira- repuso el mismo tipo dirigiéndose a mi primo y mirándonos de soslayo a Toto y a mí - te haré un resumen para que, por lo menos, no te vayas con la duda.
Ernesto clavó sus ojos en el tipo, como si quisiera adivinarle el pensamiento. Yo me mordía la angustia mientras el Toto miraba al cielo como buscando respuestas legibles al hecho de meterse en tamaño lío.
Entonces me imaginé que éramos protagonistas de una película de acción, en la cual, por lo general, se sucedía una situación parecida y en donde el facineroso siempre tenía tiempo para detallarle todas sus maquinaciones al bueno como un gesto de discutible nobleza antes de liquidarlo. Y rogué para que después de esta “generosa” confesión del malandrín, aparecieran por arte de magia quienes serían los redentores de los buenos, momentos antes que los títulos deslizantes plagaran la pantalla cinematográfica. Pero esto no era una película sino la descarnada realidad, en la que todos los pronósticos señalaban que no saldríamos con vida.
-Por supuesto que todo esto es por culpa de ustedes- dijo el tiple. Y sí, el viejo está vivo y bien entretenido en un lugar que ni se imaginan. No lo está pasando mal y para más abundamiento, ni siquiera se imagina que murió y que sus conocidos le hayan dedicado elocuentes y sentidos homenajes.
Las toscas risotadas de sus acompañantes celebraron esto que les pareció tremendamente chistoso.
-Y era necesario sacarlo rápidamente de la escena –prosiguió el tipo- porque su mente leguleya como que se anduvo averiando y en un momento sólo hablaba de ustedes, del tal Guido y de ti, mi estimado Ernesto y como guinda de la torta, redactó un testamento en donde les dejaba casi todo. ¿Y en qué pie quedaba yo? Tantos años de sacrificio, largas temporadas haciéndome cargo de cuanta cosa necesitaba, cuidándolo como un bebé, ¿y todo para qué?
-¡Miserable! – bramó el Toto y un repentino balazo casi le vuela una oreja. El tipo le había disparado y el estampido casi nos dejó sordos y aterrorizados.
-No lo mato ahora porque me cayó bien. Pero, lo vamos a eliminar igual, no se crea. ¡Basta entonces de conversación y manos a la obra!
-¡Mi madre!- aullé y luego sólo esperé el disparo que me dejaría inerte. Y si pensé en mí y no en los demás fue porque la muerte es el acto más personal que nos puede suceder y en situaciones como la de esa noche en que se me confundía el miedo con la aterradora incógnita de lo que sobrevendría en segundos, ¿quién puede pensar en los demás, tomando en consideración que Ernesto y Toto,por su parte, también estarían cargando con las mismas trascendentales interrogantes? Salvo que uno tuviese trazas de héroe y sorprendiéndolos a todos, se abalanzara furibundo contra el asesino. Pero ese no era mi caso. De todos modos, encontraba fuera de tono sí que el que pusiera fin a mis días tuviese una voz tan ridícula. Eso no se condice y le resta méritos a la verdadera tragedia que se produciría en…
-¡Suelten las armas y manos arriba todos los güeones!
Tomados de sorpresa, bandidos y no tan bandidos, alzamos nuestros brazos como izados por un mecanismo oculto; yo, por supuesto, con el espíritu en la boca.
-¿Qué está pasando aquí? ¿Ah?
El que ahora hablaba ostentaba una voz de acentos roncos. Nos iluminó con una lámpara aún más potente que la de los anteriores y preguntó una vez más:
-A ver, ¿quién va a hablar?
Nos miramos unos a otros sin atrevernos a decir nada.
-¡Hable algún huevón o ahora mismo se mueren todos!
-Es sólo un ajuste de cuentas mi caballero- respondió con voz trémula el con voz de pito.
-Ah que bien, entonces llego en el momento preciso porque me dicen el Contador Auditor.
Los tres tipos que lo acompañaban rieron a carcajadas, sin dejar de apuntarnos.
-Todos se van a ir al patio de los callados por andar trabajando donde no les corresponde.
No tardé en darme cuenta que eran los individuos de los cuales nos habíamos ocultado un rato antes y que parecían no andar en pasos muy santos.
-Y como no queremos competencia, más vale que saldemos esta situación lo más rápido posible.
-Señor- imploró el hijo del tío Sergio – yo soy una persona honrada. No trabajo abriendo tumbas como estos que usted ve acá- Nos apuntó con su dedo gordo.
-A vos va a ser el primero que vamos a despachar por arrastrado. Y por tener esa voz tan aflautada también. Ya, Perro, pégale un balazo a este guatón indecente, fracaso de la humanidad.
-¡Nooo!
Cerré los ojos para no ser testigo de tan horrendo espectáculo. Pensé en medio de todo ese torbellino de lo que los filósofos denominan causalidad. ¿No estábamos todos allí maniatados por los invisibles hilos de nuestras propias acciones? Ernesto no fue el culpable de que estuviésemos en ese lugar, ya que mucho antes, y antes que eso incluso, comenzamos a trazar las circunstancias precisas, las que fueron tejidas minuciosamente para que al fin al cabo nos encontrásemos en el punto exacto en donde ahora estaba señalado nuestro destino.
El disparo rompió la noche y me imaginé de inmediato al traidor en el piso con los ojos oteando la eternidad. Lejos de eso, otra voz de mando se alzó autoritaria para desconcertarnos del todo:
-¡Policía! ¡Nadie se mueva!
Y otro balazo, al aire, tan rotundo y feroz como el primero.
El Toto, que seguramente no aguantaba más la tensión, comenzó a reír de manera descontrolada, tal si los mecanismos responsables de la risa se hubiesen roto, llenando de carcajadas el sagrado recinto. Ernesto y yo, sólo lo abrazamos para tratar de contenerlo porque en el fondo y muy por el contrario, más bien teníamos puras ganas de llorar.
Ya en la comisaría, supimos que los guardias habían alertado a carabineros para que interviniera porque se percataron que había tanto movimiento de gente que sus resortes de control serían insuficientes. Al día siguiente, La Cuarta titularía “La noche de los muertos vivientes” a este intrincado incidente policial.
El hijo adoptivo del tío Sergio quedó detenido junto a sus secuaces, pero se negó a hablar. Si no había un cadáver en el ataúd y en su lugar un montón de libros de Derecho, el caso se transformaba en un enigma. No había un cuerpo del delito ni forma alguna de averiguar en qué lugar se encontraba oculto el tío Sergio, si es que en verdad estaba vivo. Encerrado en su celda, es posible que el tipo estuviera moviendo sus oscuros tentáculos para liberarse de la cárcel, mientras toda la policía se había movilizado en la búsqueda del tío Sergio.
Nosotros, los tres, incluido el pobre Toto, quedamos detenidos en una cárcel de alta seguridad pese a todos nuestros desesperados argumentos. Nos ficharon como profanadores de tumbas en concomitancia con los demás forajidos, cargo absolutamente falso como se comprenderá, pero que nos auguraba una larga temporada entre rejas. ¡Hubiese imaginado nuestro tío la situación en que nos encontrábamos! ¿En dónde estaría? ¿En la Isla de Pascua? ¿En Borneo? ¿En China? Y me devanaba los sesos buscando una explicación para todo esto, mientras el rufián delataba a destajo a todos sus secuaces. Fueron cayendo un médico, un funcionario del Registro Civil, empleados de pompas fúnebres, que se habían prestado para rellenar el ataúd con toda la biblioteca leguleya de nuestro tío y muchas otras personas que se encargaron de armar toda esta farsa. Bien dijo mi primo que todos los artistas tienen algo turbio en sus mentes y esta sabandija parecía ser el más retorcido de todos. Al final de cuentas, no me importaba pagar con cárcel si sabía que él también pasaría muchísimos años entre rejas.
-¡Hora de levantarse! ¡Arriba flojonazo!
Las imágenes poderosas de un largo sueño pugnan por quedarse adheridas a nuestra mente. Y en esa instancia, discutimos, palmoteamos y tratamos de recomponer los lazos que por el imperio del despertar comienzan a disolverse, tal si los sueños fuesen construidos con una argamasa aguachenta.
-¡Levántate flojo! ¡Te voy a tirar un jarro de agua helada para que despiertes!
Abro mis ojos y ¡allí está mi querida madre, la Yola joven de los años cincuenta, regañándome por ser tan remolón para salir de la cama! ¿Qué es esto? ¿Otro sueño? ¡Tengo que ir a buscar al tío Sergio!
-¿Qué pasa con tu tío Sergio?
-¿Por qué lo preguntas? Todos sabemos que el tío está secuestrado y hay que rescatarlo. Bueno, ¿pero qué digo? Tú estás muerta desde el 2017. ¿Qué está pasando por Dios? ¿En qué año estamos, mami?
-¿Te volviste loco? Ahora no sabes en qué fecha estamos. Es el dos de marzo de 1955 y métetelo bien en la cabeza porque hoy es el cumpleaños de tu tía Hilda.
-Ella falleció hace rato, mami. Y tú también estás muerta.
¡Y claro que estoy muerta pero de cansancio por todo lo que tengo que bregar con ustedes! ¡Sergio secuestrado! Realmente estás volviéndote loco con tantas porquerías de revistas que pasas leyendo en vez de estudiar. ¡Ya! ¡Levántate de inmediato!
Me levanté de la cama, arrimada en ese espacio tan pequeño que era mi dormitorio y contemplé todo con el espanto del que despierta en una realidad demasiado diferente a la esperada. Corrí en busca de un espejo y me vi reflejado en él como un niño de diez años. Mi cabello crespo y negro se destacaba sobre mi rostro clarucho. Mi cuerpo era muy delgado, pero me sentía con tantas energías que obedeciendo a un impulso ajeno saltaba y gritaba, sin saber qué diablos sucedía y con qué nuevas sorpresas me toparía. Llamaría a Ernesto para contarle de esta inusitada cosa que me estaba sucediendo. Pero, cavilé de inmediato con mi mente de hombre requete adulto: si yo era el que en ese momento me indicaba el espejo, mi primo no pasaría de ser un chicuelo de no más de siete años que seguramente en esos precisos momentos estaría a punto de ser llevado al colegio. Y si esto sucedía en efecto, ¿no era descabellado pensar que nuestro tío Sergio estuviese en la escuela de Derecho o bien ya ejerciendo como abogado? Sólo era asunto de tomar mi celular y llamarlo al número que tenía registrado. La realidad me pegó un tremendo tablazo en la tusa; el único aparato telefónico estaba a cargo de una señora de la calle tres y si bien podría procurármelo, en el año en que estaba parado no había forma de contactarse con un teléfono de tantos dígitos En el comedor estaban mis hermanas, aún más pequeñas que yo, riendo a carcajadas y burlándose de mí. Me di media vuelta y me dirigí al dormitorio de mis padres ¡y allí estaba Patricio, desayunando su pan con mantequilla y el té con leche! Me contempló con sus ojos achinados y sonrió como siempre solía hacerlo. Y según mis cálculos, lleva como diez años fallecido. Aquí hablo en verbo presente. Siento que soy el Guido del año 2019, con toda la mentalidad que se supone que ostenta un ser de mi edad, pero atrapado en el cuerpo de un chicuelo de diez años. Y me saltan de inmediato a la mente esas entretenidas películas hollywoodenses en donde el protagonista varón se transforma en dama, otro en perro y uno más en no sé qué otra cosa. Filmes que en 1955 aún no soñaban con realizar.
Y estaba listo o estoy listo, ya no sé como narrar esto que se me escapa de las manos. Tomo desayuno con mis queridas hermanas, tan vacías a sus aparentes ocho y cuatro años, siendo que hoy son mucho más asesadas y hasta parecen inteligentes. Mi madre no cambió nunca. Allí está en la cocina preparando no sé qué cosa mientras nos ordena que desayunemos rápido porque es hora de partir al colegio. ¡Oh Dios! ¡Otra vez no! ¡Esa pesadilla sí que me la salto! Y antes de hacer el amago de tomar mi bolsón con los cuadernos, me levanto como un relámpago, abro la puerta de calle y salgo corriendo, mientras escucho las palabras asordadas de mi madre, tan proclive a evitar el escándalo, que me ordena que regrese pronto, cabro de porquería, alcanzo a escuchar.
Y corro desalado por las calles de San Pablo, mientras se aproxima a lo lejos el Ferrocarril Santiago Oeste, el añorado tranvía que es el padre no reconocido de los modernos trenes del Metro. Cruzo raudo la plaza Simón Bolívar y sólo me resta un par de cuadras para llegar a la casa de la Mema, nuestra abuela. ¡Mi Dios! El negocito de trueque de revistas está allí mismo, con su puerta entreabierta y antes de dejarlo atrás, alcanzo a distinguir una ruma de revistas. Debatiéndome entre parar o seguir, elijo lo segundo, doblo por Santa Genoveva, encontrándome a boca de jarro con la panadería que repartía los aromas a pan caliente por todo el entorno, remeciéndole las papilas gustativas a todo el vecindario. Más allá está el boliche de la señora María, que ahora permanece con sus puertas cerradas. Entro por fin al pasaje Estela. Se me electriza todo el cuerpo y no sé si es por esta emoción tan tremenda que me embarga o por el lógico espanto de toparme cara a cara con alguien a quien has visto sepultar muchos años después. Extraña frase esta que escribo. Y por demás, extrañísima y aterradora a la vez esta situación, que no sé si es parte de una broma del tiempo o quizás el aún más inexplicable hecho de estar sumido en un sueño alucinógeno con tantas trazas de realidad que me he pellizcado varias veces para constatar que estoy despierto, torturando sin querer a este cabro chico que llevo encima como un apretado disfraz.
Mis pequeños nudillos resuenan con una palidez fantasmagórica en la puerta signada en el 4581 del que ahora percibo como un estrecho pasaje. Y después de unos segundos, escucho como se aproxima el chalupeo de la Mema, tan nítido en mi recuerdo y ahora tan real en mis sentidos. Se abre la puerta y ante mi asombro, se asoma la Mema, mucho más joven de lo que la recuerdo, sonriente y observándome desde la claridad infinita de sus pupilas. Y me impacta una vez más ese profundo sentimiento de desconsuelo por no entender si esto que estoy viviendo es cosa de mi mente, de una simple alucinación o si en definitiva no soy más que un espectro que emerge del futuro y que se aparece como una paradoja.
-Hola Guido. ¿No tendrías que ir camino al colegio a esta hora chiquillo?
Me abalanzo a sus brazos, redescubriendo su piel, sus latidos, su aliento, tratando de compaginarlo todo en mi memoria para recordarlo y degustarlo todo el resto de mi vida.
-¿Quién busca? La voz de mi abuelo, desconocida casi para mis oídos pero recordada a fuego por sus acentos, me estremece. Es una voz del pasado que se hace actual y vigente en este aroma tan distinto de 1955. Y recuerdo que en un par de años más amanecerá muerto. Me sobrecojo.
-Pasa-me invita mi abuela- está Humberto.
Pretencioso él, nunca quiso que le dijéramos abuelo. Siempre fue Humberto, el señor serio, de rostro adusto. Y ahora está allí, a pasos de mi redescubrimiento, sumido en la rutina inconsciente de una época que a mí ya no me pertenece. Y le extiendo los brazos, desorientándolo del todo, desacostumbrado a cualquier manifestación de cariño nuestra y el encuentro entre ambos es fructífero e inusitado. Y hablamos de cada cosa, sorprendiéndome de su locuacidad, de su gracia en el decir, talentos que mezquinaba en casa y de los cuales estoy seguro que hacía gala en otros lugares.
-¡Que ha crecido este niño!- comenta la Mema, sin siquiera intuir que este pergenio que tiene delante de sus ojos la supera en edad. –Pero, ¿por qué no has ido al colegio hoy?
-Es que tengo algo importante que decirles, ¡el tío Sergio ha sido secuestrado!
-¿Queee?
-Lo que escuchan. ¡Y él que lo ha hecho ha sido su hijo adoptivo!
-¿Sergio secuestrado? ¿Qué estás diciendo niño? ¿De dónde sacas que tiene un hijo si este muchacho está soltero? ¿Qué te pasa Guido?
-Te vamos a llevar a casa y hablaremos con tu madre- resolvió mi abuelo.
Pero antes que se levante de su silla para cumplir con lo dicho, escapo de la habitación y salgo a la calle corriendo. Nadie me comprende en esta época.
Corro y corro por esas calles ahora un tanto desconocidas y me topo con algunos rostros que sí me son familiares. Pero continúo con mi carrera sin saber adónde voy a parar, con la angustia del que intuye que no tiene posibilidad alguna de ser escuchado.
Despierto empapado en sudor. Está oscuro, pero reconozco mi lecho. Todo ha sido un sueño. O una pesadilla, ya que tiene todas las trazas. Busco a tientas la hora en mi celular: son las 04:00 de la madrugada. Y comienzo a recapitular. Mi madre, fallecida el año antepasado, Patricio el 2009, tengo un par de hijos, la Mema falleció mientras se desarrollaba el Mundial de Fútbol de 1974, Humberto, mi abuelo, amaneció muerto en 1957. Recuerdo cuando se apareció la Mema en la casa esa mañana de febrero, casi sin aliento y con un hilo de voz susurrando que Humberto no despertaba. Y partieron con mi padre para su casa, a escasas cuadras de la nuestra para constatar lo inevitable. Y nosotros, aún pequeños, llorando, acaso por inercia, porque los demás también lloraban. El tío Sergio, fallecido hace unos meses, según información confirmada de Ernesto.
Trato de conciliar el sueño, pero todo esto que me ha sucedido, todas estas pesadillas, me tienen un poco fuera de mis casillas. Mañana llamaré a Ernesto y le contaré todo esto que he soñado y hablarem…
Suena el celular. Medio adormilado, lo tomo y pregunto:
-¿Quién es?
Escucho jadeos al otro lado del auricular, pienso que es una broma. ¡No faltan los imbéciles!
-¿Quién llama?- pregunto una vez más.
-¡Hijo! ¡Sálvame! ¡Sálvenme!
La voz suena cavernosa.
-¿Quién es usted?- insisto.
-¡Guido! ¡Soy tu tío Sergio! ¡Sálvenme por favor!
La sangre se me congela en las venas.
¿ F I N ?
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