“Viejo, estoy viendo borroso y siento que me adormezco. Además perdí el olfato”. La anciana gesticula con la desesperación deformándole sus desvaídas facciones. El hombre, macilento, la contempla, triunfando el apagado fulgor de su mirada sobre sus voluminosas ojeras. Hay espanto embozado en sus pupilas.
“Pudo ser la nieta, vieja. No debió venir.”, responde, apoltronándose cansado en un desvencijado sillón. La cabeza le tiembla sobre su cuello, no deduciéndose si es una manifestación del Parkinson o el miedo percutado por las palabras de la mujer.
“¿Te sientes muy débil viejita?” pregunta con su voz vacilante.
“Sii, muy débil. Yo creo que nos llegó la hora. ¿Y por qué tuvo que aparecerse esta cabra de los mil demonios? Seguro que nos contagió a los dos”.
“¿Quieres que te sirva algo, un té, una agüita, una aspirina”.
“Noo, me siento tan pero tan mal que yo creo que…”
“No vieja, no digas nada. No podemos ni consultar a un médico. ¿Quieres que llame a la vecina? Ella podría saber mejor que es lo que tienes”.
“Noooo. Ella no. Y nadie. ¿Qué no te das cuenta que este es el apocalipsis? ¿El castigo de Dios por lo mal que se ha portado el hombre?
“Desde siempre ha habido pestes. Y el hombre ha sabido salir adelante en situaciones peores. Esta no puede ser la excepción”.
El hombre se pasea por el departamento, desorientado. Se sabe que para esto no hay remedio y comprende que ni la fe ni la esperanza ni ninguna cosa sirve en estos casos. Sobre todo que ambos ya son un par de ancianos casi inútiles, víctimas propiciatorias para ese virus implacable.
“Viejito, cuando te quedes solo, ándate a vivir con tu hijo”.
“No digas eso, vieja por favor. Ya se te va a pasar ese malestar. Además, no es necesario que te repita que cada día estás más hipocondriaca ”.
“No. Esto es demasiado real. Siento que la garganta se me aprieta más y más. Viejito, si me contagié yo, seguro que también lo estás tú. Cabra de porquería que nos trajo el mal a domicilio”.
Pasan las horas. La mujer está en su cama y en su rostro se debate algo inextricable. Puede ser la lucha alocada de los sentimientos, de los miedos que se anidan en la mente de cualquier ser.
“Viejo, ven. Recuéstate a mi lado por favor. Ya estamos fregados los dos, ven, conversemos, recordemos”.
Y los dos ancianos trenzan sus vivencias y sonríen y lagrimean ante los vívidos destellos que cruzan por sus mentes. Los hijos, los de ella, él de él, los de ambos. Una familia numerosa y hoy sólo repiqueteando en sus recuerdos. El teléfono enmudeció hace varios meses. Las visitas se espaciaron cada vez más y sólo Julia, la nieta, aparece de repente con algún embeleco en sus manos.
Ambos rememoran los rasgones de sus vidas y lloriquean sin pudor, dormitan y el espanto compartido se hace más tolerable. Quizás el hecho de sentirse cómplices, víctimas o simplemente, sólo dos personas solitarias, les otorga un remanso, una paz que los adormece.
Varios días después, aparece Julia. Ambos ancianos están abrazados e inmóviles en su lecho. Sus bocas abiertas, cual si aventaran un verbo mudo, dan fe de la desgracia. De la garganta de la muchacha se escapa un grito que parece remecer ese ambiente embalsamado.
“¡Abuelos! ¡Abueloooos!” Julia ha liberado las garras del espanto que se resbala como un reptil por su garganta para trocarse en desgarradores sollozos que reverberan aciagos frente a tan triste espectáculo.
Tras palpar sus cuerpos inanimados, la joven redobla su llanto y abre impulsiva las puertas y ventanas. Ya ha marcado un número en su celular con sus dedos temblorosos.
Más tarde acuden bomberos, la policía, los infaltables curiosos y por supuesto, la prensa.
Días después, algún periódico informaría en un pequeño párrafo de la lamentable muerte de dos ancianos que fallecieron asfixiados por efecto de una fuga de gas.
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