Lo llamábamos Foquito porque el padre había sido electricista. No tenía doce años y se había quedado a cargo de su madre enferma a quien amaba y en una condición muy humilde. De lunes a viernes hacia distintos trabajos a los vecinos que solidarios inventaban necesidades para ayudarlo en lo que podían. Los sábados y domingos, se acercaba a la parroquia donde jugando al futbol nos divertíamos y acompañábamos a Foquito en su amarga niñez. Durante un partido que fuimos a jugar a un importante colegio religioso de la zona sur, lo lastimaron en un fuerte choque con un rival. Lo tuvieron que retirar del campo mientras se quejaba y hacia muestras de dolor. Fue reemplazado y como hacia frio, un sacerdote le alcanzo una manta para cobijarlo. Termino el partido y lo subimos al micro en el cual habíamos viajado, lo acostaron en el asiento grande del fondo y cuando intentaron quitarle la manta para devolverla, se aferró a ella temblando.
-Tan mal te sentís- le pregunte al acercarme.
-No-me dijo-la mantita para mi vieja.
A los pocos meses falleció su madre y a los tres días, un sábado a la tarde toco el timbre de mi casa con la manta en las manos.
-Me acompañas a devolverla- me pidió entristecido.
Tomamos el colectivo y en silencio llegamos al colegio, era otra tarde de futbol y alegría entre los chicos. Foquito busco al sacerdote quien al oír su relato, supo emocionarse y darle un prolongado y emocionado abrazo.
La vida nos llevó por caminos diferentes y ayer un amigo en común me llamo para contarme que había fallecido Luis Donato “Foquito”. Pienso en la vida, en los valores y en los amigos, me abandono en el sillón con la copa en la mano y un lagrimón me recorre la mejilla, tomo una manta y me cubro del dolor.