22:15 horas, Wuhan. Es un viernes de 2019. En medio de una nube de consistencia indescriptible surge la estatuaria imagen de un ser desnudo y en cuclillas. Esa nebulosa, que se podría aventurar como un osado contubernio entre humaredas y haces eléctricos, se disipa en un suspiro y Terminator, el asesino cibernético, después de algunos segundos de puesta en marcha, acciona su mecanismo algorítmico y se alza en toda su majestad. En las cercanías, un grupo de jóvenes eleva desentonadas risas que perturban la noche asiática. El robot encamina sus pasos hacia ellos. Los muchachos entrecierran los que simulan ser heridas oblicuas en la piel y que en realidad son sus ojos entornados por la sorpresa.
-I want yours clothes!- resuena su voz impersonal como una cascada de múltiples ecos metálicos. Los chinos truecan la curiosidad por carcajadas. Uno de ellos le contesta algo que el tipo traduce al instante en su computador interno. Antes que las risas se disipen, el robot ha puesto en acción su puño acerado como una saeta, haciendo blanco en el pecho de uno de los muchachos. El infortunado viaja en reversa impelido por la inercia del golpe y queda exánime en el polvoriento piso. Los otros, huyen con el espanto publicitado en sus facciones.
22.30 horas. El robot transita por las callejuelas accidentadas de los aledaños. Las vestimentas que lleva parecieran estar a punto de reventarse en su fornido cuerpo, siendo indudable que el tipo al que se las arrebató posee un par de tallas menos. Pero su cometido está claramente trazado: debe encontrar, no a Sarah Connor sino a un personaje llamado Chien Qian, un científico que, según las coordenadas, vive en las inmediaciones.
23.00 horas. El robot ha barrido las cien manzanas del populoso barrio, sin éxito alguno. Detrás, ha quedado una estela de destrucción, gente maltrecha y horrorizada, hogares incendiados y ancianos gimiendo por el terror que plantó en su corazón este monstruo apocalíptico. Chien Qian pareciera intuir que es un objetivo importante o, por lo menos, sabe ocultarse demasiado bien.
El robot implacable activa por enésima vez sus pantallas de ubicación sin resultado alguno. El científico es un personaje solitario ya acostumbrado a mimetizarse con la gente humilde. Su carácter reconcentrado y carente de las ínfulas que habitan las mentes de las falsas lumbreras ha sido siempre el motor que tiene la facultad de moverlo en reversa para escapar de tanto oropel. Su único norte en estos momentos es lograr una efectiva vacuna, pergeñando combinaciones aleatorias pero que tras esta etapa de ensayo y error, sus métodos adquirieron eficacia y si bien los resultados aún no son exitosos –las ratas pueden atestiguar aquello con propiedad- intuye que los pasos se acortan para lograr tal fin.
Terminator continúa con su búsqueda fría e implacable. El robot carece de sentimientos y sólo es fiel a los predicamentos que justifican su accionar. Mapeando el entorno, iluminándose una y otra vez las coloridas coordenadas en su cerebro binario, busca sin pausa, como un enorme y pertinaz perro sabueso.
24 horas, mayo 2020. Golpean a la puerta. No la de Chien Qian, sino la mía. Un escalofrío desciende desde la imprecisión de mis vísceras y corcovea sobre el rasposo tinglado de mi espina dorsal. El golpe es aún más fuerte. Temo que la puerta sea derribada y por lo mismo pregunto con una voz que se homologa a la debilidad de la luz oscilante de una vela: - ¿Qui…quien es?
-Are you Gui. Or Guidos, or both?
-Ye…yes- respondo y me asombro a mí mismo al constatar cuan inaudible es esta voz que pareciera enrollarse a sí misma como un perro aterido. Los radares de mi conciencia me indican que de un momento surgirá esa voz desnuda de inflexiones pronunciando su sentencioso “Hasta la vista baby” la que se imprime en mi mente con acentos que reverberan en su propio horror.
-Open the door, mister.
Vacilo. Puede ser mi postrera acción. Pero, un último arresto, las minúsculas partículas de un heroísmo que creía inexistente me impelen a sacar de su lugar este cerrojo inútil y tras un rechino, contemplar como el visitante comienza a dibujarse en el umbral. Un hombre alto y de cabellera cana, con la severidad impresa en sus facciones, me extiende un legajo de papeles.
-Take mister. Are you sued. you will have to speak to my lawyers.
Dicho esto, el tipo se volteó refunfuñando y se alejó sin atisbo alguno de ser un cyborg.
Apelando a un diccionario inglés-español, supe que se me demandaba por estar utilizando a Terminator en este cuento aderezado a mi pinta y con mis propios códigos. Ahora, no sé a qué apelar. Si borrar de un plumazo todo lo escrito o exponerme a que una vez más el mismísimo James Cameron regrese para extenderme otro inútil legajo en que se enumeran las penas del infierno. Lo consultaré con Enrique Orellana.
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