Miro la vieja fotografía donde apareces tan joven, tan delgada, tan abstraída y lejana, tan bonita, que tu imagen me devuelve el deseo de esos años y me inquieta tanto como entonces. Observo tu figura con avidez: puedo constatar la breve silueta de tus pequeños senos que pretenden pasar desapercibidos entre las rayas y pliegues de la blusa que se te adhiere al cuerpo sin lograr ocultarlos del todo. Tus manos de largos y finos dedos, de uñas bien cuidadas, me recuerdan la tibieza de su contacto cuando acariciaban mi rostro suavemente o recorrían presurosas la piel, las intimidades de mi cuerpo. Pareces tan absorta en esa foto que quisiera adivinar en qué o en quién pensabas en ese instante. ¿En mí; quizá en alguien más?... El cabello negro, ondulado, le da un marco perfecto a tu rostro, a tus ojos rasgados, a la pequeña nariz que preludia tus labios ligeramente gruesos, carnosos, coloreados de labial rojo, antojables.
Este deseo que siento crecer muy dentro con mayor fuerza al mirarte, me obliga a tragar saliva, a conjurar tu presencia inmediata, aquí frente a mí. Aunque no sólo por eso, también por todo aquello que no se ve, que preservo en la memoria: tu belleza interior, la tibia suavidad y el olor perfumado de tu cuerpo juvenil, la entrega incondicional en cada acercamiento de la desnudez de nuestras pieles, los largos paseos nocturnos por calles solitarias abrazado a tu cintura.
No sé para qué escribo todo esto. Nunca habrás de leerlo. No puedo regresar a ti, a ese tiempo ni a ese entonces más que con el recuerdo, con la infiel e incierta memoria, con la frustración presente de saber que todo aquello ya pasó, que tú ya no estás.
Siempre tuyo: yo.
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