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Hace ya una multitud de años, solitario y en la madrugada de un caluroso febrero falleció nuestro abuelo paterno y con él se esfumaron variadas situaciones encadenadas a su quehacer y cuyo inventario imagino que ya estaba tatuado en la piel de mi querida abuela. En mi mente de niño, titilaron los eventos que caducarían de inmediato tras esta tristísima situación: mi mesada, consistente en un par de pesos multiplicados en la adquisición de revistas y golosinas, pasteles con que nos agasajaba de vez en cuando y esa particularidad suya de realizar divertidos gestos destinados a lograr nuestras risas. Todo ello se diluyó para siempre y fueron esas puntuales situaciones las precisas para que nuestra niñez adquiriera cruda conciencia de ese asunto tétrico e irremediable que es la muerte.
Semanas después, el cuarto de mi abuelo fue desocupado y sus pertenencias repartidas entre los diferentes familiares y conocidos. Es menester aclarar que mis abuelos habían separado cuarto hacía una punta de años. Por su parte, mi abuela carecía de ese espíritu del cual mucha gente hace gala y que es atestar su casa de una multitud de objetos inútiles. En esta situación, una cómoda antiquísima, tal vez con un pasado egregio, la cama, un velador y otros muebles diversos encontraron un nuevo destino. Entre esos objetos, nuestra abuela puso especial atención en lo que obsequiaba y por lo mismo, le regaló a mi padre dos superficies de mármol de un valor inestimable y que cubrían los muebles del difunto. Como nuestra situación económica, si bien no era en extremo deficitaria, producíanse desajustes, sobrándole días al mes y acortándose las necesarias divisas para cubrirlos. Por lo tanto, esas piezas de mármol podrían significar un alivio, un resguardo, o en su defecto, objetos que terminarían arrumbados en algún rincón.
Ese fue precisamente su destino. Cubiertos con una lona, permanecieron un par de años a expensas de nuestra inventiva. Mi padre no quiso venderlos, porque prevalecía el recuerdo de ese progenitor agrio, ceñudo, pero que de algún modo u otro dejó huellas imborrables en su corazón.
En nuestra imaginación, esos trozos de mármol que conjugaban la dureza y la fragilidad adivinada de sus ocultas vetas, eran la apariencia indesmentible de tristes lápidas, piedras fúnebres abandonadas en un camposanto. Y si en un primer instante las contemplábamos con recogimiento, sin adivinar aún que en material de tal laya se habían creado célebres e inmortales obras y monumentos para el patrimonio universal, pronto las utilizamos como bastardas pizarras. Primero fue mi madre: “Aquí yase la Yola, en castigo por su maldá”. Después fue la vecina: “Doña Laura, vieja fea y copuchenta”. Un desconocido, que sin saberlo, también tuvo su “monumento”. Y así, el desfile de personajes cuyo nombre fue trazado con un trozo de carbón y borroneado tras la aparición de nuevas víctimas. Fue nuestra particular entretención, luctuosa en su contenido hasta el día en que un mes se hizo más largo que de costumbre, antes que llegara la quincena el dinero comenzó a mermar con preocupante premura. Parlamentaron nuestros padres sobre decidir entre el sentimiento legítimo e indiscutible de recordar al difunto versus la necesidad imperiosa de transformar ese tesoro invaluable en un dinerillo que salvaría la situación. Primó la razonable idea de deshacerse de tales reliquias, concluyendo que el recuerdo más sublime está albergado en el corazón y de allí nadie lo saca y lo comercia. Existía una segunda razón y por supuesto, la más valedera: -“estos cabros de moledera cualquier día las hacen pedazos y sanseacabó”.
Y una soleada mañana de abril alguien tocó a la puerta. Eran dos señores añosos, según nuestra perspectiva de chiquillos, vestidos ambos con terno oscuro y sombrero a la moda de aquella época. Mi madre los había contactado para ofrecerles los mármoles. Fijamos nuestra mirada curiosa en el increíble brillo de sus zapatos que se desplazaron casi ingrávidos por nuestro patio. Alzaron la lona y entre ambos levantaron una pieza, la examinaron con minuciosidad, deslizando sus dedos con gesto de sublime experticia para proseguir con el estudio de la otra, reflejándose en sus ojos algo que era inescrutable para nosotros. Susurraron en voz baja y tras un casi imperceptible movimiento de sus cabezas en lo que pudo significar acuerdo, conversaron al fin con mi madre y le ofrecieron una determinada cantidad de dinero. Ella no pudo disimular su asombro, entendiéndose que nunca comprendió los códigos de esta singular negociación, tan similar en su lenguaje encriptado al del póker. De haber sido así, la suma ofrecida pudo haber sido incrementada con mayor generosidad. De todos modos, los hombres partieron con las piezas de mármol mientras en una de sus manos, mi madre apretaba un fajo nada de despreciable de billetes.
Fue curioso, pero la partida de esas piedras dejó en nuestro espíritu una extrañísima sensación de orfandad. Las que fueron en cierta forma cómplices mudas de nuestros desatinos, habían viajado a rumbos desconocidos y en nuestras mentes impúberes imaginábamos que pudieron ser transformadas en las cubiertas de algunos muebles de estilo o las piezas elaboradas para brillar por sí mismas en mansiones de lujo. O tal vez, y en el peor de los destinos, fueron a parar sobre la tumba de algún ser cualquiera, conservando acaso en la esencia de su excelsa constitución nuestros traviesos e infantiles rayados.














Texto agregado el 16-05-2020, y leído por 166 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
17-05-2020 ¡Qué buen cuento, donde compiten la picardía y la nostalgia! Abrazos. Clorinda
16-05-2020 —Estas letras tuyas, como muchas anteriores, dibujan en mis retinas cansadas pasajes y paisajes que vuelven a la actualidad, para matizar las orillas del camino que aún sigo trazando. —Abrazos vicenterreramarquez
16-05-2020 Nostálgico y hermoso texto. ELISATAB
16-05-2020 Transmites recuerdos y vivenncias adormiladas. Me encantó. yosoyasi
16-05-2020 Un texto lleno de recuerdos y nostalgia, amigo. Yo no conocí a mis abuelos, ni al paterno ni al materno. Supe algo de ellos, por lo que a veces platicaban mis padres. Un cuento hermoso, Guidos. maparo55
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