Otro texto antiguo, que también ya había rondado por aquí.
Cuando el flautista de Hamelín comprendió que no le pagarían las cien monedas de oro prometidas por haber librado a la ciudad de los odiosos ratones, enfureció terriblemente y decidió tomar venganza. Tocó una melodía maravillosa y todos los niños del poblado comenzaron a seguirlo, hipnotizados, sin que sus padres pudieran evitarlo. Caminando con ellos detrás, los llevó hasta las montañas, donde los dejó encerrados en una cueva fría y oscura. De nada valieron llantos ni súplicas por parte de los niños para que el flautista los dejara regresar a casa. La venganza estaba consumada.
El flautista decidió ir a descansar de tanto trabajo realizado; con la flauta bajo el brazo, se encaminó a la villa más cercana. Caminar le abrió el apetito y la sed, así que deteniéndose en la primera posada que encontró, decidió comer algo y tomar algunos tragos. No le quedaban más que unas cuantas monedas en el bolsillo, aunque suficientes para una cena sencilla y una botella de vino barato, que le hicieran olvidar la amarga experiencia de Hamelín. Después de cenar, se fue tomando con gusto varios tragos, hasta que embrutecido, se olvidó del motivo de su enojo. Con la razón semi nublada, apoyó la cabeza sobre la mesa, mientras la flauta mágica se le escapaba de las manos e iba a rodar hasta un rincón oscuro y solitario. Más tarde, el posadero, lo llevó a una de las habitaciones malolientes y de mala muerte, que estaban vacías. Ya mañana se arreglarían tocante al pago. La flauta olvidada, permanecía quieta y muda, sin alumbrar a nadie con su canto. Cuando los últimos parroquianos abandonaron la posada y las mesas quedaron vacías, el jovencito que hacía la limpieza, empezó a barrer. Así, cuando se encontró con la flauta tirada y la sostuvo entre sus manos, de inmediato supo que aquel objeto era mágico. Furtivamente lo guardó entre sus ropas y siguió barriendo. Más tarde, a solas, la admiró largamente, dudando entre llevarla a su boca, tocarla o no. Para entonces, él ya sabía que nunca más en su vida volvería a barrer, que la flauta haría su fortuna. En su mente juvenil, miles de melodías mágicas danzaban, ordenadas, en su cerebro. En cuanto el primer rayo de sol iluminó el horizonte, el muchacho recogió su magro equipaje y abandonó la posada. ¡Tenía tantas cosas por hacer!
Bien entrada la mañana, el flautista de Hamelín despertó con un horrible dolor de cabeza; cuando por fin reaccionó y se dio cuenta que había perdido la flauta, bajó como un poseído, hasta las mesas del comedor de la posada. Lanzó gritos y maldiciones, volteó mesas, sillas; golpeó a dos o tres sirvientes, pero la flauta ya estaba muy lejos y no habría de regresar a él. Aquel hombre, había dejado de ser el maravilloso flautista.
El joven poseedor de la flauta, iba feliz por un camino lejano, alegrándose de su buena suerte. Tocaba pequeñas melodías en la flauta y mientras más tocaba, más ganaba en sabiduría de cómo utilizar el instrumento. Fue en aquel momento cuando por fin se sintió libre, ansioso de vivir por el simple hecho de existir, de ser él mismo. El cielo arriba, era de un azul celeste brillante, sin nubes. Estos dos últimos hechos, pensó, nada tenían que ver con la flauta mágica.
En un cruce de caminos encontró dos letreros clavados al tronco de un árbol. El primero, rezaba el nombre del poblado próximo: Hammer’s land. El segundo, era un llamado para quien pudiera ayudar a los habitantes de aquel lugar: un lobo o una bestia desconocida, estaba acabando con varias clases de ganado y un vecino del lugar había sido herido gravemente. Hacía más de un mes los animales aparecían muertos en cualquier rincón, nadie sabía que hacer; por eso pedían ayuda. El joven sí supo qué hacer. Sonriente, confiado, con la flauta mágica resguardada entre sus manos, caminó hacia la entrada de la ciudad. Había nacido el flautista de Hammer´s land.
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