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“Un sobresalto estentóreo y violento me llevó a sentarme, mis ojos bailotearon por la habitación sin reconocer nada filial en ella, ni siquiera la cama en la que me encontraba. Un dolor en la entrepierna me hizo levantar la sábana, aquellas manchas sanguinolentas me perturbaron más aún pero, no me levanté e intenté estudiar mi corporalidad. La pijama era mía sin duda, era la que siempre usaba en el Convento y que el día que saliera de él rumbo a mi hogar lo puse en la maleta; la ropa interior no era la misma que llevaba cuando salí del claustro. Me asusté y me levanté de un salto, caminé por la pieza sintiendo mi lengua áspera y mi boca dejaba escapar el hálito nauseabundo del alcohol en grandes cantidades. Olor que identificaba desde pequeña, mi cabeza estaba turbada mas nada reconocía ni tampoco recordaba. La habitación se veía cómoda y agradable aunque no contara con una ventana si, una puerta, hasta donde me dirigí lentamente por el dolor que sentía en el bajo vientre; esta aguda punzada me hizo volver a buscar el cobijo de la cama, de sábanas pulcras salvo aquellas manchas rojizas que sin lugar a dudas eran por mi causa. Me senté nuevamente, la luz ocre de la lámpara de la mesita de noche creaba un ambiente delicado. Ningún ruido alertaba mis oídos; intenté recordar mas fue imposible: ¿qué era ese dolor intenso y las manchas de sangre que reconocí en las sábanas y este aliento pesado y evidente del licor? Me eché hacia atrás y me arropé esperando alguna respuesta certera para aquella incógnita.
No sé cuanto tiempo estuve en esas divagaciones que sólo fueron interrumpidas por el ruido de la manija de la puerta que se movía para abrir, entonces rápidamente salté fuera del lecho y esperé, mi pecho se agitó en mil pulsaciones mientras los pulmones me lanzaban oleadas de aire entrecortado. Allí entró un hombre joven, me quedé quieta observándolo él, quedose recortado inmóvil en el dintel, entre sus brazos traía un bulto parecían paquetes de alimentos no me dijo palabra alguna sólo se quedó allí, impertérrito; nos estudiamos por largo rato, mi respiración cada vez hinchaba más mi pecho – no te conozco – dije quieta y con trémula voz
-yo sí a ti – me contestó, aun desde la puerta
-¿Cómo? – pregunté buscando los pies de la cama en un acto de alguien que descubre por primera vez en mucho tiempo una respuesta que no espera a un hecho que le es absolutamente desconocido como lo era este hombre y aquel lugar;
- si, tú eres la muchacha que bebió más de la cuenta en ese bar cerca del Terminal de buses- no esperaba eso ¡beber! exclamé para mí pero era cierto pues mi lengua traposa lo dejaba claro. Y vino la primera ráfaga de imágenes, la orilla de un camino y un minibús que se detenía para recogerme. Me veía con mi maleta carmín de ruedas y mi vestido verde oteando al viento fresco del mediodía en el campo. Fue entonces que recordé que subí a aquel minibús para dirigirme a Talca a visitar a mi madre que estaba de cumpleaños.
-Aparte que bebí y me emborraché según tú- le inquirí a mi interlocutor - ¿qué más sabes de mí?; terminó de entrar y cerró la puerta de acceso a la pieza, dejó los paquetes sobre una mesita y sin mirarme inspiró y exhaló como tratando de tomar valor para hilvanar correctamente su respuesta
- Estabas ebria, yo también y no sabía, ¿y quién lo podría saber también que eres una monja? – aquella revelación fue suficiente y me acerqué a él sin temor alguno, el pavor anterior, se esfumó en el momento en que me dejó entrever que él también estaba embriagado y que los dos estuvimos en esos menesteres pero, ¿cómo se enteró que yo era religiosa? Lo miré fijamente a los ojos se me enturbió el aire y vinieron a mí en sólo un par de segundos una seguidilla de imágenes que comenzaron a galopar por mi mente: abrían aquella estampida estroboscópica: las sábanas del lecho pintadas en bermellón:


Los golpecitos en la puerta de mi celda como si estuvieran disculpándose, me sacaron de mi acidia. El estar desnuda frente al espejo del guardarropía de mi cuarto del claustro, se había transformado en una diaria obsesión que me llevaba a momentos de evasión completa de la actividad del convento de las Hermanas de la Consolación de Jesús, hasta donde había llegado tras dejar la enseñanza secundaria (de eso hacía bastante rato) por iniciativa propia con la firme oposición de mi madre y de mi padre.
- Hermana Sixtina – dijo la voz de la reverenda madre superiora sor Virginia desde fuera - ¿está lista? – preguntó con cierto dejo de amargura que yo bien entendía
- - No…- contesté apresurada – no estoy lista aún – persistiendo en ese acto que de ser descubierto sin lugar a dudas sería impudoroso.
- ¡Apúrese pues!- ordenó molesta sor Virginia – recuerde que el bus ya no pasará hasta mañana y sus padres la esperan hoy…- no respondí a aquella solicitud, guardé estricto silencio hasta que escuché que los pasos de la reverenda madre se alejaron de mi habitación por el pasillo que rodeaba un gran jardín de muchas flores, naranjos y manzanos. Entonces giré hacia la pared en donde colgaba un Cristo doliente y ante esa imagen de arcilla oscura presenté toda mi desnudez en un arrebato arcano; mis brazos abiertos quisieron importunar lo que yo consideraba sagrado. Desde un tiempo a esta parte en mi mente y mi cuerpo crepitaba un deseo libidinoso, que yo ya bien sabía de qué se trataba pero le impedía colocarle alas para dejarlo volar. De prisa me calcé el vestido verde y los zapatos, guardé no sé porqué el hábito en la maleta de ruedas color carmín junto a todo el resto de las prendas que no eran muchas y salí mirando de soslayo en un acto de vergüenza la imagen del Cristo y el espejo. La Reverenda Madre me dio un largo abrazo en un gesto maternal (como en aquellos días difíciles en que dejaba que mi cabeza se refugiara en su regazo y ella, con su ternura infinita me acariciaba y me hacía soñar en las líneas dulces de su voz) en la puerta del claustro, dijo cuestiones que guardaban un hondo cariño hacia mi persona, como que si todos los secretos míos hubieran pasado primero por ella, sus ojos cristalinos me sonrieron hablándome en un sutil silencio, sólo le dije en un dejo de tristeza que yo volvería… Lo sé me respondió si me necesitas aunque no me llames lo sentiré y te iré a buscar.
La puerta de acceso y salida al Convento se cerró tras de mí y después de 5 años me presenté ante ese mundo que yo ya había vivido y que ahora me resultaba: ajeno, lejano y misterioso. El sol del mediodía recortó mi sombra en la gravilla apastelada de la vereda, tras mío el Convento y el gran océano que dejaba descansar sus olas en la grisáceas playas de Pellines; al frente mío: el campo que a grandes zancadas se dibujaba desde la vereda del camino con sus pajaritos y los bosques de pino, que caminaban por las quebradas y crestas de los cerros. Dirigí mis pasos hacia la caseta de la parada del bus que se encontraba en el lado opuesto mirando hacia claustro arrastrando mi maleta con mi pelo bailando dúctil en el frío viento de noviembre y fue allí a la orilla del camino que sentí que un lascivo látigo me alejaba de la hermana Virginia y del remanso del convento. Las gaviotas danzaban besando furtivamente la estela del mar. Estuve menesterosamente tomando nota de la tarde que se acercaba mágica diciéndome al oído que aquella orilla del camino dejaría caer el fuego lacerante que abriría un boquete en el tiempo ido. El bus se puso en movimiento y dejé que el ventanal hiciera su despedida.

-¡Me violaste, maldito! – me abalancé sobre él y comencé a golpearlo reiteradamente en su pecho adusto y en su rostro desgarbado él no se movía ni intentó siquiera detenerme hasta que me dejé caer rendida de rodillas a sus pies, no sollozaba, ni lloraba sólo me dejé caer. Mi mente comenzaba a hacer el recorrido de vuelta A hurtadillas las imágenes de mi madre y mi padre haciendo el amor en total ebriedad se colaron en mi memoria, no logré despejarla de esas impresiones y siguieron penetrando displicentes. Las continuas reuniones sociales o bien sus violentas discusiones concluían en lo mismo, revolcados en el lecho matrimonial embotados en alcohol. -¡¿Dos prominentes y respetados médicos doctores en geriatría?! No… no puede ser – me había dicho una vez la directora del Quality Collage – lo que pasa es que usted señorita no quiere estudiar – concluyó. Entonces me guardé el dolor. El persistente y pestilente aliento a licor acompañaban a mamá y papá hasta en sus más mínimos gestos de cariño hacia mí, amor sobre el cual yo no dudaba pues me cautivaba la pasión con la que la expresaban aún por sobre mis hermanos y hermanas. La puerta se abrió más de la cuenta y mi madre en un desparpajo me llamó mientras reía y gemía, mi padre gritaba soeces y corrí, corrí por los pasillos de la casa cruzando el gran salón en donde las botellas de licor vacías y la suciedad de restos de comida la adornaban groseramente; los colegas de mis padres me gritaban “¡esta es la que quiere ser monja!”, y las carcajadas surgían hasta de las paredes “¡venga hermana!” y yo corría hasta salir al jardín y me zambullía en la piscina de agua cálida.
No llegué al terminal de buses en donde me esperaban mis padres, pedí al auxiliar del minibus detenerse antes. Deambulé largo rato seducida por la noche y las luces tímidas que se apropiaban de las esquinas dejando que su aliento de neón reposara sobre el pavimento. Hasta que mi impertinencia me llevó a un bar.
-Escúchame – había descendido hasta alcanzar mi rostro cubierto por mi larga cabellera – estabas ebria, yo también… -
Lo miré sin prisa y le acaricié el mentón sus ojos turbados bailotearon buscándome decididamente, acerqué mis labios a los de él dejándome atrapar por su aliento ardiente; lo besé tiernamente abriendo mi boca para dejar entrar toda la pasión que me rondaba, contrariado por aquel impulso quiso detenerme pero, me arrimé más aún a él y me tumbé en el piso llevándolo conmigo. Allí, recostada sobre la madera encerada explosionaron todos mis pensamientos y mis recuerdos. Dejé que me lamiera entera como yo lo hice con él desesperada por causa de aquella llama que me consumía sin compasión. Una y otra vez afloraron de nuestras gargantas gritos de éxtasis y felicidad que nos miraban cómplices desde los rincones de aquel cuarto.
Y me quedé con él… auto secuestrada por mi violador hasta que irrumpieron los detectives violentamente junto con mis padres en la habitación. Nos encontraron retozando pero, aquel cuadro sólo sirvió de agravante. Yo lo miraba con tristeza mientras papá y mamá me sacaban por el corredor a media luz con mi maleta a ruedas, intentando taparme con la chaqueta de mi padre; no sabía si era de noche o día ni cuántos días estuve encerrada, una sensación de cobardía me invadió y él en tanto sin decir palabra alguna era esposado. Sus ojos eran dos bolas somnolientas que me gritaban “diles la verdad” pero, me dejó ir, flanqueado por los detectives que le increpaban. Cuando salí a la calle los flashes y micrófonos me espantaron y un dolor agudo se alojó en mi corazón. Todos querían morbosamente las impresiones para la primera plana de la monja secuestrada y violada sexualmente. ¿cómo estaba mi “secuestrador”?, ¿qué sería de él?. Mamá hablaba, papá también y subí al automóvil. Nada entendía, para mí las palabras eran solamente balbuceos inconexos, apoyando mi cabeza en la ventana del asiento trasero cuando ahora sabía era ya casi noche, pensé en sor Virginia y su tierna sonrisa, en el guardarropa y el espejo en él”.



La ola reventó furiosamente en la roca mientras parte de su estela de agua y sal, salpicaron sobre mi rostro contraído por el gélido viento que a esa hora deambulaba por la solitaria playa en donde sus únicos paseantes éramos la hermana Sixtina y yo. Ella insistía en mirar hacia el borrascoso horizonte tal vez esperando una tormenta que nunca se desataba. Caminé a sus espaldas hasta alcanzarla a un costado, la monja era hermosa, un perfil rabiosamente perfecto, aún con su velo dejaba ver en su rostro una historia hasta ahora inconclusa. - ¿Sabe? - me dijo dejando escapar un prolongado suspiro – leí una vez una novela que me impactó mucho-
¿Y cuál es esa novela? - pregunté escrutándola. Hubo un silencio entre los dos acompañados del insistente ruido de las olas en su doliente abrazo con las rocas mientras el viento vocalizaba la misma melodía sibilante.
- No creo que le importe – podría haberle respondido a qué venía ese comentario o bien que su comentario era inconducente o también tomarla por los brazos y frente a ella gritarle entonces para qué me había citado allí, en fin muchas cosas revolotearon en mi cabeza pero ninguna de ellas salió de mi boca, nos quedamos en silencio uno al lado del otro observando quizás lo mismo: las violáceas nubes tormentosas que pintaban el horizonte.
- ¿Sabe…? Solamente balbuceé un sí que sonó a sí pero, que era como un regaño algo como cuando a un niño se le manda a hacer cosas que no quiere, me sentí estúpido sentí que me faltó rastrear la arena con mis pies mas accedí a escucharla acomodando el cuello de mi chaqueta de invierno para cubrirme un tanto la nuca de aquel fiero viento.
- - Hasta ahora no comprendía – continuó la hermana Sixtina- por qué en la celda que ocupaba en el convento había un guardarropía con un gran espejo en una de sus puertas – no entendí al principio aquel comentario a mi me parecía normal que las mujeres aún las monjas usaran espejos – las otras hermanas del claustro no poseían un mueble igual – concluyó entonces me pareció que sí era congruente su interrogante.
- ¿Nunca preguntó el por qué de ese privilegio, hermana? , entonces recién dirigió su mirada hacia mí y vi en sus ojos un dolor profundo, un dolor no resuelto, tal vez una marca indeleble pero en el alma y que se dejaba ver sólo si miraba bien en sus las pupilas.
- Roberto – me tomó mis manos con sus dedos suaves – no era un privilegio, ese espejo fue una lección que debía aprender.
La hermana Sixtina, comenzó a caminar por la húmeda arena de la playa más húmeda y fría aún, que para mí no era sufrir algún estrago corporal todo lo contrario me sentía bien.
- Roberto – insistió en llamarme, avancé para caminar con ella – la novela que me impactó, que es de un autor polaco que seguramente usted debe conocer, narraba en uno de sus capítulos, la historia de un campesino que tenía un palomar; un día tomó una de sus palomas y la pintó de muchos colores, luego la devolvió al palomar. Las palomas al ver esta paloma pintada instintivamente reaccionaron con la extraña, picoteándola hasta matarla.
- Es por lo del guardarropa- interpelé
- No, no claro que no, Roberto – acto seguido la hermana Sixtina se despojó de su velo y dejó caer su larga cabellera azabache sobre los hombros, se volvió hacia el cielo y dejó que los pálidos rayos de sol que se dejaban ver entre las nubes acariciaran su blanca tez. Se acercó a mí y me tomó nuevamente las manos pero esta vez, me las llevó hasta su vientre dejándome acariciarlo entonces recién noté aquel bulto que no dejaba a la vista su talar.
Y me quedé allí con ella, con mis dos manos sobre el vientre de la hermana Sixtina, mientras ella con sus ojos cerrados dejaba que el viento jugara con su larga cabellera negra. Me dije, ahí tienes un caso, Roberto, un buen caso para juzgar y ganar, una muy buena historia que condenar y escalar rápidamente en el Ministerio Público. Este instante era sin duda vanidad pura. Accioné mi grabadora de bolsillo.

Texto agregado el 13-05-2020, y leído por 71 visitantes. (0 votos)


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